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Una noche
Mi ultima noche como contrabandista también fue, por flojera o designio, la primera.
Había sido un sueño tan esperado, que no lo pude tocar hasta el momento mismo en que la chalana se despanzurró perezosa sobre el río, con su panza desbordada de miedos. Atado fuertemente a su popa, el barril de la peor aguardiente brasilera, parecía seguirla silencioso, con sus cien litros de locura aguas abajo. Sentado sobre la proa, enfundado en mi oscuro saco de bandido, yo sentí el golpe frío de la noche sin luna, y navegué rumbo a lo desconocido, en el verdadero viaje de mi vida. En los remos, ocupando el centro de la chalana rotosa, la melena escondida en el sombrero de la leyenda, Rosimel Muape seducía a la embarcación, con el gesto adusto y la mirada sin tiempo, de los enamorados. Bajábamos río abajo, siguiendo una ruta marcada en la memoria de la oscuridad, a la sombra de montes que miraban sin ver, como un cortejo de luto. Veníamos desde un rincón ignoto del Brasil, con un contrabando de caña y tabaco, para alegrar los días de un pobre pueblo, al otro lado de la frontera, que esperaba ansioso la madrugada del desembarco. Mi viaje había sido producto de la casualidad. Era mi hermano mayor el verdadero contrabandista, compañero de Muape en las sendas del peligro, el socio locuaz, entrador, que cumplía a conciencia la no menos riesgosa tarea de conseguir un comprador de palabra para el preciado tesoro. No recuerdo ya, los motivos que le impidieron suspender a última hora aquella travesía. Sí recuerdo perfectamente, todavía con el mismo temblor en los huesos, cuando me pidió que ocupara su lugar en la partida, para ayudar a Muape con el cargamento. Yo tenía por entonces algo más de quince años, una marcada cruz de caminos sobre la frente y el deseo ferviente de romper el horizonte, en busca de la aventura. Estoy seguro de que al viejo Rosimel no le gustó la idea de semejante imberbe compañero, pero fiel a su estilo de soledad y respeto, guardó silencio, dio una pitada honda a su chala, y continuó con la fundamental tarea de amarrar el gran barril a la fugaz chalana. Yo había crecido a la sombra de sus hazañas, lo vi desde niño a través de los pasionales relatos, montado a sus remos de leyenda, agazapado en los montes, dibujando senderos clandestinos, tiroteando policías, siempre con la carga y la sonrisa a salvo. Por eso me parecía irreal estar viéndolo frente a mi, aunque no me dirigiera una mirada, aunque hablar y fumar y sentir, estaban tácitamente prohibidos en aquel destino hacia el olvido. Mi hermano me recomendó una obvia obediencia, le estrechó fuertemente la mano antes de partir y me entregó decidido su gran cuchillo de contrabandista, para que enfrentara sin miedos el bautismo del porvenir.
Habíamos andado ya más de dos horas. La soledad y el hermetismo de aquel hombre me fueron desacomodando los huesos. La tabla que me servía de asiento se hacía cada vez más dura, pesada, insoportable. El ruido de los remos conversando con el agua era lo único vivo en la inmensidad sin luna. Me asaltaron unas ganas terribles de orinar. Busqué otra posición para mis piernas y dejé que mi admiración por Rosimel Muape, espantara a tiros aquel miedo que poco a poco me iba saliendo de las venas. El pareció percibir mi ansiedad porque me apretó suavemente una rodilla con la mano callosa y luego la posó sobre la culata de su revólver asintiendo con la cabeza para darme seguridad. Después volvió a los remos, ensimismado. Aquel gesto terminó con mis dudas. Una valentía repentina me llenó el alma de audacias y desvelos.
Habrían pasado cerca de cuatro horas de viaje cuando por fin la chalana enfiló hacia la costa, siempre sigilosa y sola. Repasé en un instante, detalladamente, las instrucciones que me hiciera repetir mi hermano, antes de partir. Saltar de la embarcación antes de tocar tierra y amarrarla al arbol más cercano, sumergido en el más patibular de los silencios. Eso hice, con naturalidad impensada, como si fuera un sereno veterano de tan extremas batallas. Me sentía orgulloso de mí mismo, y hasta envenenado por la arrogancia vana de ser discípulo del más ilustre de los contrabandistas. Estar allí, cobijado por su impasible ternura, me alimentaba los sueños, me hacía grande, corajudo, dueño de mi existencia.
El monte tenía una brecha en esa orilla, por donde se colaba la luz de una luna que apareció tímida, hecha jirones en el cielo. Rosimel puso pie en la tierra fangosa.
Después bajamos los rollos de tabaco, algunos paquetes de yerba, y mientras yo desataba el gran barril remolcado por la chalana, el viejo me hizo señas porque iba a vigilar el camino para ver si estaba despejado.
Lentamente, me invadió cierta sensación de ausencia –que no pude evitar- al saberme completamente solo en aquella oscuridad. Recuerdo que luchaba con el nudo marinero de mi hermano cuando escuché ruidos monte adentro. Salí del agua, cuchillo en mano, y busqué la senda donde había desaparecido mi compañero. El aire se volvió espeso, hinchado de rocío. Aparté unas ramas, sigiloso y excitado. Entonces la luna, vieja delatora de bandidos y piratas, me mostró sin piedad la imagen que iba a perseguir mis sueños a lo largo de toda mi existencia.
Allá en un claro del bosque, Rosimel Muape y un policía uniformado, se apuntaban empuñando sus armas con la mano derecha, los dos altivos, muy cerca uno del otro, con la respiración cortada y las miradas tiesas, en una pulseada a muerte por la vida.
Yo le veía el rostro al policía porque a Muape lo tenía de espaldas. Estaba pálido, y no le descubrí mayor edad que la mía. No hubo palabras ni gestos ni sonidos...
La brisa de frontera me alivió el tormento, y escuché el gemido ahogado del hombre que cayó de rodillas al suelo, aferrado a su revólver.
El policía seguía con la mano alzada, apuntando, ahora sin espanto, pero atollado en las huellas del asombro.
A mí, el momento me sorprendió tanto que -desmoronado y solo por la repentina flojera de mi compañero- salí del escondite y me enfrenté al uniformado blandiendo mi puñal.
En el suelo, Rosimel Muape ya era un ovillo de leyendas, sin memorias para siempre. La lunita insolente seguía asomándose entre las nubes.
El policía se volvió hacia mí, todavía desconcertado y puso su arma a la altura de mi cabeza. Quedamos los dos petrificados, lívidos, protagonistas involuntarios de un destino de pocos... No sé cuánto tiempo habrá pasado... Una voz de mando que brotó desde la inmensidad rompió la magia de aquel instante.
- Agente Sifredo, repórtese, dónde se metió, vió algo? – interrogó la voz.
El policía sin dejar de mirarme, bajó el revólver y se internó en el monte. Todavía pude escuchar su respuesta antes de ser para siempre parte de la noche.
- Por aquí no hay nadie, mi Comisario, mintió.
Después hubo un silencio cómplice, premonitorio. Yo suspiré profundamente para dejar que el instante se fuera, y le grité al hombre de rodillas, que todavía podíamos llegar con el cargamento antes del amanecer.



Texto agregado el 22-02-2006, y leído por 124 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-02-2006 muy pero muy bueno, me suena a cuento de Borges. te dejo mis 5* seba_
22-02-2006 Me gustó. Vas bien, te seguiré leyendo. Mis cinco estrellas! jovauri
22-02-2006 El clima creado esta muy bueno, el relato tambien lo esta. Te dejo mis ***** parakultural
 
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