Arribados al punto exacto de la existencia sobre la grupa de nuestros presentimientos, la vida nos ha presentado sus cuencas y en pos de las órbitas y con la ilusión a cuestas, nos introducimos en sus holganzas y sofocos, buscamos a tientas la estrella que nos plantee un sendero y a veces nuestro pie pisa el vacío y dubitativos abismos nos lamen las plantas.

Más adelante, aleteos mortificantes nos van abriendo camino en la tempestad de sucesivas noches que han obligado al sol a arriar sus banderas. Nos cubrimos con un enjambre de vértigos y somos la voz crepuscular de la esperanza, el espantoso ulular de un tren desenfrenado que proyecta su propia colisión. Heridos, con los dedos convertidos en sangrientos sarmientos, hollamos la arena gris en que se sepultó nuestro pasado, espejo trizado e irredento que devuelve fulgores oxidados.

Las musas de la melancolía se esmeran en su juego de lágrimas fatigadas, acicatean nuestros murmullos, nos arrojan a sus abismos propicios para que nos incendiemos y renazcamos como aves de flamígero vuelo.

La vida se abre en racimos para que nos perpetuemos en sus ramales y así nos vamos atrapando golosos los frutos de la certeza y las semillas hueras. Somos cadáveres en pos del panteón, hormigas invernales trepidando sobre los bosquejos de sueños, esperando que caiga la lluvia para que nuestros cántaros se repleten de cristales y cenizas. Y cuando ello sucede, regresamos a los muelles en donde desembarca la agonía y nos arrojamos a las aguas belicosas que arrebatan besos y quimeras y pernoctamos a la sombra de nuestras propias dudas.

La vida es un pozo oblicuo en el que nos arrojamos como chicuelos en un tobogán endemoniado en el cual nos deslizamos y nos revolcamos para terminar al fin tendidos bajo un espantajo que nos aguarda con sus brazos en cruz…