I, El pequeño Paeolo
Milune era el nombre de aquel pueblo, que era como un cuenco de uvas de plata.
Un viento del norte se arremolinaba en lo alto del cráter, agitando suavemente unas extrañas máquinas de cobre y cristal que se quejaban con callados chirridos en aquella tarde de otoño. El sol, grande y de un amarillo pálido casi blanco, destellaba en aquellas artificiales formas como de aves zancudas, mientras corría ya a ocultarse detrás del horizonte de Nefilón. Cuánta hermosa quietud, ¡y cuánta vida agitándose...! Allí el destello de un ángel de plata y rubí, aquí... ¿qué era? Era un pequeño niño, de, mmm, una especie humana indeterminada, y se movía por caminos que quizá casi nadie más que él conocía.
Con un último empujón de sus brazos el jovencito se aupó ágilmente desde la última rama de feer hasta el borde del cráter-cuenco que daba cobijo al pueblo llamado Milune. Allí, en lo alto de las lomas, se adivinaban unas murallas en proceso de construcción, he ahí la función de las extrañas máquinas.
Paeolo, que así se llamaba el pequeño, (ah, ¿lo sabíais?), se dirigió con paso decidido a algún sitio, no sin una cierta precaución, atento a cualquier señal de que pudiera haber alguien violando su intimidad en aquel momento. Nada. Sólo el silencio del crepúsculo naciente, los lejanos murmullos cantarines de las gentes de Milune, allá abajo.
Milune era como un cuenco de uvas de plata. Eso, ya lo hemos dicho, ¿verdad?
En el pasado, aquellas gentes habían decidido resguardarse de los ojos indiscretos de otros habitantes de aquel rincón del mundo, y sobretodo habían decidido separarse de sus primos, los darkog, estableciendo sus moradas allí donde brillara la luz a la que aprendieron a querer como símbolo de sus más sagradas creencias.
Como quiera que en aquella región de Dervishkanya, conocida como Nefilón, un perenne y espeso manto de nubes grana oscuro sepultaba el mundo en penumbra, los gatliht viajaron hasta el remoto norte, más allá de Marubía, el Mar de Nubes, y se desperdigaron en numerosos pueblos a lo largo y ancho de aquella franja de latitud. Allí, en el norte, hacía frío, mucho frío, pero la providencia del destino les mostró enseguida su tierra prometida: las calderas de extintos pozos termales, donde las corrientes de aguas subterráneas eran calentadas por el magma de las entrañas de aquella tierra. En las paredes de aquellas profundas formaciones geológicas con forma de cráter crecían de manera natural los árboles feer, con troncos gruesos de raíces múltiples como patas de elefantes que ascendieran eternamente por las paredes de roca. Sus ramas, de una madera oscura, resistente y flexible, se entremezclaban en el centro , a diversas alturas, hasta formar un enrevesado pasaje de caprichosas formas donde los milunitas, nemonitas, askanos, lenitas, sieros y demás pueblos construyeron sus hogares, anclándolos en las fuertes ramas. Las casas estaban hechas con barro cocido del fondo de los cráteres, al que se terminaba de dar forma con la resina blanca de los feers, que luego se pintaba con motivos festivos, alegres y domésticos en tonos metálicos elaborados por artesanos mediante magias y alquimias.
Aunque casi todos estos pueblos compartían rasgos comunes a esta descripción, era a la hora de iluminar sus hogares para alejar la oscuridad del mundo cuando cada población se distinguía como única. Si Milune parecía un cuenco de uvas de plata era porque, en las horas de la oscuridad, el señor o señora de cada casa iluminaba el exterior de su hogar con una blanquísima esfera de luz mágica. Estas esferas se repartían por todo el cuenco, como las casas; y aunque éstas se agrupaban desde el centro hasta afuera en orden a la jerarquía establecida por el grado de riqueza, con las casas más nobles en el centro del cráter y las más pobres en las zonas circundantes, cada vez más hacia el exterior, tanto hacia arriba, donde más frío hacía, como hacia abajo, donde el calor del fondo del cráter comenzaba a sentirse tal vez demasiado, era esa exhibición de poder que cada casa llevaba a cabo mediante su esfera de luz la que a la postre establecía una suerte de magocracia tácita entre los habitantes del pueblo. Se daba el caso de casas que para exhibir su poder mantenían activas sus esferas durante toda la oscuridad (así llamaban Los Pueblos a la noche), aún cuando todas las demás se hubieran apagado ya, y las luces de guardia velaran por las gentes de Milune. Tales exhibiciones no pasaban desapercibidas, por supuesto, y enseguida esas casas ascendían en la jerarquía social y eran desancladas de sus ramas en el extrarradio para ocupar una posición de mayor privilegio cercana al centro del cráter, donde la luz era mucho más intensa.
Enseguida, si uno prestaba un poco de atención a estos pueblos, se observaba que no había ningún tipo de camino que comunicara los diferentes sectores y casas con un algo de coherencia. Estos era así porque la especie a la que pertenecían los milunitas y los demás pueblos del Norte era la de los vampiros. Los milunitas, como sus vecinos, eran vampiros gatliht, seres de piel broncínea, con ojos de iris escarlatas y cabellos blancos como el invierno, vestigio de su pasado. Y como vampiros que eran, su naturaleza les había dotado de unas finísimas pero resistentes alas membranosas, que distinguían por sus formas a los seres más extraordinarios entre los vampiros, y eran decoradas con original profusión en las ocasiones especiales.
El pequeño Paeolo contemplaba con la capacidad de abstracción y regocijo que era tan suya, que le convertía en un pequeño dios ajeno a todo, como las diferentes uvas de plata del cuenco iban apareciendo aquí y allí, por entre las ramas y las casas. Las incontables hojas de los feers titilaban excitadas como pintadas por un impresionista loco sobre lienzos de luz de plata. Algunos de aquellos gráciles seres revoloteaban en lentos planeos hasta las luces de plata de sus hogares, que se filtraban a través de sus alas extendidas. Oh, terribles ángeles de inusitada belleza. Nunca se cansaba de aquellas vistas.
Pero ¿por qué veíamos a Paeolo trepando trabajosamente en vez de utilizar sus pequeñas alas... tal vez no había aprendido aún a usarlas? No, no era eso. Es que el pequeño Paeolo, no tenía alas. No sólo eso le diferenciaba del resto, si no que además era horrorosamente feo, como bien se cuidaban de recordárselo continuamente Neko y sus amigos. Y, para colmar de desgracias el espíritu de un joven infante, era incapaz de practicar la magia. Ni el más leve soplo del don le había sido concedido. Decididamente injusto, sin duda. La magia, que en la vida de Nefilón era sinónimo de artesanía, tecnología, arte... quien naciera sin ella era visto bien con profunda pena, bien con grosero desprecio, pero siempre como un auténtico inútil. Y lo peor de todo no era esta verdad, si no que Paeolo comenzaba a verse a sí mismo de esta manera. En sus primeros y felices años siempre había sido más o menos consciente de sus diferencias, pero éstas nunca habían sido un argumento lo suficientemente válido como para amilanarlo en sus pequeñas y osadas empresas. Era más fuerte de lo que daban a entender su aparentemente frágil constitución y su corta edad. Ágil como una ardilla, sus músculos comenzaron a formarse pronto, en cuanto sus padres le dejaron vagar solo por el pueblo y hubo de buscar sus propios caminos secretos entre las ramas de los feers para desplazarse de un sitio a otro de Milune. Además estaba Kullé, su amigo, un chico noble y altivo, de bondadoso espíritu, que siempre estaba con él cuando Neko y su guardia de patanes le importunaban.
Paeolo vio al pajarillo revolotear en la trampita que había preparado la oscuridad anterior, entre dos grandes bloques listos para ser añadidos a la muralla, y lo recogió en sus manos. Ambos seres temblaban; el chico intentó no pensar en nada que no fuera lo que iba a hacer. La magia, la sangre, estaban relacionadas. La energía necesaria para ejercer las dotes mágicas era obtenida por los vampiros gracias a su especial metabolismo, que extraía dicha energía del fluido vital de otros animales. Desde hacía miles de años los Lightonian, escindidos de sus primos y atraídos por la gracia de la luz, olvidaron la práctica de la magia de guerra, y alimentaron su metabolismo con animales roedores más pequeños que un ratón y voladores no más grandes que un gorrión. Aunque Paeolo conservaba recuerdos horribles de la última vez que sus padres habían intentado que se alimentara de la sangre de un animalillo, intento que había hecho desistir definitivamente a su familia, con la reticencia del padre y ante la insistencia de la madre, él estaba seguro de que superar aquel asco instintivo y profundo a la sangre era el único modo de conseguir la magia que le convertiría en una persona como las demás. Observó sus manitas negras, en cuyo cuenco sostenía al moribundo gorrión. Paeolo no era un vampiro, por más que quisiera seguir engañándose sí mismo, y esas manos negras de tonalidad brillante como la obsidiana bastaban para recordárselo en cualquier instante de relajación durante el cual soñara con ser un milunita más. No pensó más.
Mordió. Y tragó, sin atreverse a respirar siquiera.
Enseguida sintió la náusea, a su estómago partiéndose en dos mitades. Y sintió muerte, y tuvo de pronto mucho miedo a que lo que acababa de hacer pudiera ser el fin. Iba a morir de forma estúpida. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que sintió frías como agujas de hielo en el viento de la naciente oscuridad que sucede al crepúsculo. Los cerró muy fuerte, mientras tragaba toda la saliva que su boca era capaz de segregar, como para sentir aún algo suyo dentro de sí.
Muy poco a poco, el momento de terror fue pasando. Estaba tan cansado... Pero debía de volver ya a casa. Había mentido a su madre para ir allí, diciéndole que iba a cenar a casa de Kullé. y había mentido a su amigo también, así que pronto descubrirían la verdad y se preocuparían mucho por él. Sobretodo su querida hermana. Y así, cayó dormido allí mismo.
Despertó. ¡En su cama! Aguzó sus sentidos mientras intentaba ordenar su agitada mente. Aún se sentía un poco raro, pero estaba definitivamente bien.
Silencio... Miró más allá de la ventana en forma de óvalo de su cuarto. Una luz argentina teñía las ramas de feer cuyas formas tan bien conocía, cada vez iluminadas con mayor o menor intensidad, en uno u otro ángulo, el fondo de un escenario cambiante en el que se representaban sus sueños. Anduvo un rato perdido en sus pensamientos, todavía rehacio a intentar hallar solución al enigma de por qué había despertado en su cama, (quizá porque era lamentablemente fácil imaginar la solución), hasta que oyó voces en la sala.
Sus padres... y aquella voz. No la conocía, y sin embargo, algo en ella le conmovió profundamente. Se volvió en la cama, deslizándose en silencio hasta la barandilla al borde de su cuarto, a la derecha de su cama. Al cuarto de Paeolo se accedía desde la sala por una pequeña escala de caracol hecha sólo para él, a través de una trampilla redonda en el suelo de su cuarto. Desde ahí arriba se tenía una panorámica perfecta de casi toda la sala, la habitación principal de la casa, toda ella forrada de cálida madera de cedro rojo, aunque ahora estaban echadas las tupidas y algo raídas cortinas que mantenían en la penumbra plateada sus horas de sueño. Con los pies aún sobre la cama se apoyó con los brazos en el suelo de madera y espió por uno de los resquicios de los adornos tallados en la barandilla. El estómago le dio un vuelco; quizá no estaba tan bien después de todo. (Se sentía como cuando había probado a escondidas aquella bebida de hoja de feer fermentada junto a Kulle). Allí abajo estaban sus padres, hablando con un misterioso individuo embozado en una capa de viaje. Se olvidó pronto de todo malestar, excitado como la víspera del día de la Sagrada Luz, aún sin saber muy bien por qué. Y su intuición no le falló. Algo muy raro estaba pasando...
- Lleva durmiendo más de un día -dijo Palima, la madre de Paeolo-. La última vez que subí respiraba profundamente. Parecía tranquilo. No sé qué le habéis hecho, señor, pero lamento el trato que os he dado.
- Vamos, vamos, mujer, seguro que nuestro invitado se hace cargo. ¿No es así? -dijo y preguntó Hak al extraño, haciendo una pausa entre la afirmación y la pregunta durante la que cargó su pipa de cristal verde. La encendió mientras dirijía una mirada intensa a aquel que había llegado a las puertas de su casa cargando con su hijo inconsciente.
Un breve silencio. Paeolo estaba perplejo. ¡Un día durmiendo!
- De verdad no me reconoces, ¿Palima? - pronunció el extraño despacio, el nombre de la mujer. Se quitó la capucha. Palima, que en aquel instante recogía en un moño parte de su cabello dejó caer los brazos a sus costados. El pelo ondulado volvió a enmarcar libre su bello y triste rostro.
- No... -pudo pronunciar ella con un hilo de voz-. No -repitió; esta vez fue un grito. Hak se irguió tieso en su asiento.
- ¿Lo sabe? -preguntó el legendario ser. Era un elfo salido de los cuentos, un ser de piel negra como la obsidiana, alto y resuelto, de rasgos delicados como sólo el más genial artista habría sabido cincelar. Tatuajes plateados de mitivos animalescos cubrían su rostro de ojos purpúreos.
Paeolo dio un respingo y ahogó demasiado tarde una exclamación. tres cabezas se volvieron hacia donde él estaba. Pero antes de que nadie se moviera o dijera cualquier cosa, fue su hermana, Tapiele, la que voló hasta él, separó las cortinas y lo abrazó con fuerza y desesperación, llorando desconsoladamente.
- No te lo llevarás, no, ¡nunca te dejaremos!, vete, vete. ¿Verdad mamá, verdad, papá...? nooo.
El padre también sentía un deseo terrible de echarse a llorar al a ver así a su hija que amaba tanto. Pero la rabia fue mayor que la pena, y por fin estalló, harto de no enterarse de qué demonios estaba sucediendo allí aquella noche:
- Ya está bien, por la sagrada luz, ¿puede alguien explicarme que es lo que tengo que saber que aún no sé? - exclamó, mirando a su mujer con una mezcla de súplica y enfado.
El desconocido también la miró, con expresión neutra. Palima se sentó, y empezó a contar, tras un breve silencio, con voz al principio entrecortada y débil, que se fue haciendo más firme a medida que en su interior la esperanza luchaba contra la desesperación.
- Por fin has vuelto, Helione - lo miró alzando la vista bermeja, una mano acariciando nerviosa su frente despejada. Luego siguó, mirando hora a su esposo hora a sus queridos hijos, hora a aquel ser fatídico.
- Hak, te pido perdón por no haberte dicho la verdad, por lo menos, no toda la verdad hasta ahora. Si actué así fue para proteger a nuestra familia. Sólo Tapiele ha sido mi cómplice en estos años, porque el elfo me lo pidió así, aunque aún no sé muy bien por qué.
>> Cuando nos conocimos, aquel día en Nemone, ¿te acuerdas Hak?, te dije que el niño que llevaba era la Prueba de Amor que te exigía. Era un niño diferente; te dije que era responsabilidad mía cuidar de él hasta que llegara a la edad adulta y fuera juzgado su futuro en el Oráculo. Tú aceptaste mi condición, y me enamoré de tí, pero, oh, lo siento Hak... Luz, te mentí. Nuestra unión se sustenta sobre una Prueba falsa, pues aquel niño no me fue dado por el templo como parte de mi Misión en la Vida. Lo encontré yo por mi cuenta, medio muerto de frío y hambre, llorando cerca del camino de Nemone a Milune. Cielos, era una criaturita extraña y encantadora de ojos rositas.
>> Niphi y yo nos apiadamos de aquel ser que la luz sabe que es lo mejor que me ha pasado en mi vida. Como las leyes locales de Milune lo ampararían, decidimos que mi viaje en busca de tejidos para la señora Askhaya de Nemone se prolongaría para siempre, y que sería Niphi la que volvería con el encargo. Pero Niphi murió en aquel viaje de vuelta, emboscada por los Darkonian...
>> Y hubiéramos muerto ya durante la ida. Si no hubiera aparecido este ser de cuento. Sorprendidos, los Oscuros poco pudieron hacer frente a la magia lunar de Helione. Os contaré lo que nos hizo saber entonces. Era un elfo renegado expulsado de su ciudad sobre las nubes de Marubía. dioses perdidos, ¡las gentes del cielo existían! -casi rió amargamente-. Paeolo era un príncipe, y no cualquiera Hak, mi amor, era un príncipe heredero de la casa reinante sobre Marubía, el reino de los elfos. Allí por sobre los cielos de Nefilón en ciudades de materiales etéreos que una magia poderosa (que nosotros sólo podemos soñar, Hak), sostiene viven en armonía, o vivían -una sombra cruzó el rostro de Helione-, varias razas de elfos. Elfos de la Luna, como Helione, elfos verdes -Hak nunca había visto tan hermosa a Palima, y siempre fue para él la más hermosa de las mujeres, como en aquellos momentos en los que al hablar de aquellos prodigios de sueños hechos reales una luz brotó de sus grandes ojos de rubí.
>>... caído, junto a Paeolo también.
- ¿Cómo?, Palima, ¿otro niño? -llevado por sus emociones internas, había perdido el hilo de lo que contaba su esposa-; ¿otro elfo? -ella le respondió sin verle.
- sí, un elfo un pequeñín de piel verde, tirado sin vida. Helione me contó que Paeolo tenía que ser sentenciado a la muerte, arrojado más allá de Marubía a las tierras que en los elfos llaman su infierno, nuestras tierras de Nefilón, por haber nacido sin el don. Porque una terrible profecía tomada muy en serio por Erthanos el rey de reyes elfo advierte desde tiempos legendarios sobre la llegada al mundo de un elfo sin el don que volvería a conducir a los suyos a la guerra contra los vampiros. Pero la palabra "guerra" es anatema para la cultura elfa, una blasfemia de fe, y los vampiros son sólo sombras del infierno con las que asustar a sus niños malos.
>> Aquel pequeño elfo verde era el Compañero de Paeolo. Lazos sagrados lo unían a nuestro hijo... sí, nuestro hijo. Si alguien de la casa gobernante debía morir, no podía dejarse que el alma migrara en soledad. Y aquel pobre ser indefenso fue arrojado de su mundo y su vida junto a los suyos para morir. Era unos años mayor que Paeolo.
Paeolo buscaba en su padre un espejo que le comunicara lo que él mismo debía de estar expresando en aquellos momentos. ¿El cielo, los elfos, príncipe heredero?
- ¡ Basta! -gritó angustiado-, yo sólo quiero ser yo, ser feliz con vosotros aquí, ser un buen vampiro... yo, s-sólo eso, nada más, quiero, de verdad, por favor, mamá. ¿Qué es todo esto?
En el silencio lleno de dolor que trajeron consigo estas palabras, su hermana lo abrazó tiernamente, sintiendo un nudo en la garganta que amenazaba con axfisiarla. Palima fue incapaz de continuar.
- Está bien. No hay más que hablar esta noche. Me voy -dijo Helione al cabo de un tiempo. Incrédulos, conteniendo el aliento, aquellos cuatro seres tan llenos de tristeza contemplaron como aquel hombre se dirigía hacia la entrada de la casa. Paeolo dio un respingo cuando una vez en la puerta se volvió. Dijo:
- Volveré. Dentro de un año. No se puede retrasar más. Sería una temeridad, para todos nosotros, para vuestro pueblo, y para Dervishkanya entera. Paeolo, que no comprendía bien el alcance de aquellas palabras, sintió en él la última mirada de Helione, el elfo, extrañamente cálida, triste, esperanzada. Y se vio a sí mismo en aquellos ojos, se vio tan a sí mismo como nunca había sido consciente de ser. Su hermana se puso rígida y masculló algo. Pero Paeolo estaba seguro de que no había nada malo en lo que había sentido. El elfo, tras lo que pareció un instante de vacilación, sacó un objeto envuelto en paño de un repliegue de su túnica y se acercó a dejarlo encima de una mesa. Paeolo se apretó instintivamente a su hermana.
- Estudia con los Defensores, hijo, allí aprenderás mucho y bien. Estoy seguro de ello -añadió; luego señaló lo que quiera que fuese que acababa de dejar en aquella mesa-. Guardadlo con cuidado -dijo a Palima-, y entregádselo al chico si por algo no he de volver.
- Adiós, mi príncipe. Dijo Helione por fin, y se marchó. Y Paeolo, maravillado, sintió en su corazón una nueva y naciente felicidad, mezclada con una pena vaga e incierta, al ver marchar a su congénere. Era un elfo, como él.
|