Escribir es fácil y barato. Es asunto de juntar las palabras y ya puedes estar creando olifantes en medio de las batallas de la guerra de los 100 años. Basta con ponerse en foco para empezar a imaginar los detalles de una escena, de una casa y unas personas dentro de ella, de un humo saliendo raudo y lentito por la chimenea de adobe (si es que es posible) de una cabaña con techo de paja. No cuesta imaginarse la lluvia golpeando con suavidad los cuatro vidrios que componen una ventana rectangular o el empañamiento blanco que hace gala en las orillas de la misma.
Tampoco es difícil pensar en dos ojos languideciendo a través de la ventana, soñando y espaciándose con la misma facilidad con que otra persona respira de forma automática y benevolente. No cuesta nada llegar y decirlo, redactarlo y ponerlo en dósis inmortales, en cátredas de fénix y mangos de madera para asir la memoria. No es complicado decir que el pasto es verde de tal forma que lacera la visión con su fulgor magnético, y que el agua no es azul sino que es blanca, como la niebla que se desprende de un monte muy cercano.

Incluso resulta gratificante contar que el calor de adentro es denominado hogareño, y tibiamente penetra por la piel que, helada luego de la lluvia y el frío del invierno, se somete humilde al confort que ejerce la habitación sobre la vida. Resulta evidente, además, confesar que el paso del tiempo se torna irrelevante y que la sensación goméntica supera todas las impresiones derivadas de la tristeza, traduciéndose esto en un estado de flujo y plenitud inusual, como si la misma alma se viera envuelta en lana y el corazón triturase con los labios sus labios tiernamente.

Sus labios tiernamente comprenden el claro significado de la escena, de la casa y la chimenea, y se cierran misteriosos sobre los ojos ya cerrados, dedicando, ciertamente, un último suspiro por las ilusiones del futuro.