Cuando ambos individuos apuntan mutuamente sus armas a una distancia pertinente y legítima, uno de ellos reflexiona sobre el absurdo de los duelos; sobre la opción de descreer del honor; en cómo Sócrates bebió su cicuta sin ostentación, como si fuera el mejor de los vinos que se degusta charlando con los amigos más cercanos; en lo que pensaba Epicuro de la muerte y que ésta no es de nuestra incumbencia; y en aquel gran emperador, Marco Aurelio y sus "Cosas para sí mismo" postulantes de la continuidad y la banalidad de las acciones humanas salvo el principio rector; y en Teognis y en que nunca debimos haber nacido; en Plotino y su repudio del cuerpo, y piensa en su propio cuerpo que nunca lo satisfizo del todo; en cuánto dolerá sentir una munición desgarrar la carne y avanzar por su interior, ese interior tan ignoto para él mismo como el fondo del océano. El otro, que es un gran tirador y tiene sólo una idea fija en la mente, hace ya mucho rato que ha disparado. Ya ha comenzado a retirarse sin evitar sentir algo de remordimiento.