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Chavita, mi hijo, me ha traído el amargo sabor del enojo a los chilaquiles que desayuné. Principalmente es la preocupación y no el enojo lo que me visita últimamente al ver la actuación de mi Chava en casa.
Parto una vez más a mi trabajo con la esencia de la desagradable bilis en mí ser.
Cotidianamente, desde que comenzaron las vacaciones de verano, mi día es igual al de hoy, sin hacer a un lado el desayuno recién hecho por Lola, mi esposa, ni las 5 horas de trabajo en el hotel, ni la plática nocturna de reconciliación con mi hijo y la actualización sobre sus quehaceres infantiles.
Lo que distingue este día de los otros no es su sol abrasante o el hecho de que Doña Tita haya aclamado el restaurante como su hogar y propiedad…nuevamente; sino que en la plática rutinaria que tuve con mi hijo, éste dio respuestas acerca de la desaparición de algunas de sus prendas de ropa, la comida que lleva a su cuarto o los juguetes que desaparecen repentinamente.
Su extraña manera de ser en las últimas semanas tiene el más noble de los objetivos y me consideré el más orgulloso de los padres cuando confesó con lágrimas en sus grandes ojos marrones la razón de sus cambios.
Con esa reveladora plática, me invadieron los fantasmas del pasado y visitaron mis sueños. Me situé nuevamente con Coco, Naldo y Chato, cuando solíamos tardarnos una hora comiendo la nieve de jobo que Don Zava nos invitaba mientras caminábamos por el kiosco y correteábamos a las aves que volaban estrepitosamente hacia los almendros de hojas abundantes.
La cuestión del ligamiento de las memorias mías con el actual comportamiento de mi hijo es el fin común en el que nos encontramos.
Mi pasado y su presente se unen con la aparición de una persona que se distingue por carecer y anhelar todo aquello a lo que la mayoría no le da la importancia adecuada.
Como padre, trato de darle a Salvador todo lo que desea y merece; le permito pasear por el zócalo y explorarlo hasta el más recóndito lugar, puede ir a visitar a sus amigos, compartimos en familia el momento en el que el sol se oculta y las olas susurran su pasado conforme golpean las rocas.
Quiero brindarle una infancia parecida a la mía donde solía realizar la misma rutina con mis amigos y al mismo tiempo cómplices cada verano; donde gustaba de cada mínimo detalle y lo aprehendía a la memoria como un pequeño gran suceso. Me gusta heredarle tradiciones, desde los paseos por los ríos diversos del Estado hasta el picante sabor y olor a acuyo de los platillos jarochos.
Esta paternidad que manejo, está inspirada no solamente en la infancia solemne que mis padres me brindaron, sino también en la comparecencia ajena, que surge de un ejemplo vecino.
En el número 12 de nuestra calle, proveedora de mil anécdotas, habitaba el temible y legendario “Gritón”. Naldo, Chato, Coco y yo llamábamos a ese lugar “La academia de barbajanadas”, pues era éste el único tipo de palabras que “El Gritón” dirigía a su familia acompañada de órdenes terminantes y adjetivos insultantes.
Llevábamos 12 años de secuaces y vecinos, fue en ese verano en el que aprendimos a valorar la suerte con la que corríamos en esa fantasiosa infancia.

Hasta aquella memorable fecha conocíamos solo a 3 integrantes de la familia del No. 12: “El gritón”, “Doña Sí, ‘orita” y “Rebelde”. No conocíamos el nombre de alguno de ellos, pues nunca escuchamos que el jefe del hogar los llamara por algún nombre concreto. Cada uno tenía su característica y así fue como les asignamos un nombre. Para nuestro conocimiento, sólo tenían a un descendiente, “Rebelde”, a quien veíamos salir de su casa a media noche entre griteríos de su padre dándole órdenes de regresar y los llantos desesperados de su madre.
Nos gustaba jugar béisbol enfrente de mi casa, que estaba a 4 números de ese lugar. Coco era una pitcher estupenda, jugaba para ambos equipos por su hábil brazo y su puntería de cazador; Naldo y yo éramos bateadores, pero Naldo era el mejor de la colonia, a pesar de su comienzo con rotundos fracasos por juego, superó a todos los bateadores del lugar cuando decidió visualizar en la pelota alguno de sus libros de estudio, esa técnica sólo funcionó para él, pues los demás seguidores que lo intentaron terminaron en el suelo retorciéndose de risa; Chato era el encargado de supervisar las bases, corría como leopardo detrás de la presa cuando se trataba de marcar out a alguno de los bateadores del equipo contrario, todo un depredador; no había necesidad de catcher, pues era alguien que, para nosotros, no tenía mucha participación en el juego, y era eso lo que nos encantaba del juego, descargar toda la energía propia de un niño de 12 años en uno de los lugares más calurosos y activos del Estado, que era nuestra calle, la cual, en esos tiempos, era el mundo entero.
Una mañana del abrasante verano de ese año, Naldo acudió al juego lleno de ira y con la energía recargada pues acababa de pelear con su madre porque se negaba a creer el mito de que comiendo malanga frita sus ojos se tornarían de un color exuberante, el cual era una de sus más viejas ilusiones. Después de su pelea con respecto al tubérculo que sin duda no contenía ingredientes que arreglaran el color del aparato visor, Naldo se alojó en su cuarto a desalmarse llorando por la mentira con la que su madre trataba de meterle ese sabor que para él era comer ranas vivas, quedó dormido por 2 horas, pero al despertar su ira no se había disuelto aún.
Era su turno de batear e iba a ocupar su técnica de visualización enfocando su antigua imagen de libros, hacia la imagen de una ardiente malanga. Beto, que era del equipo contrario, era el pitcher, mandó la pelota a una velocidad fácilmente superada por el brazo de Coco, pero cuando ésta tocó el mágico bat de Naldo, tomó una velocidad que merecería multa por exceso de la misma. Como nacidos aficionados perseguimos la pelota con la mirada, temiendo que su destino fuera detenerse en el patio de la familia conflictiva. Nadie pudo correr hacia ella pues sabíamos que pararía en el patio de algún hogar, pero deseábamos con todas nuestras ansias que no se detuviera en “el” patio. Cayó justo ahí.
Coco se espantó y comenzó a idear planes e invenciones para recuperar la única pelota que alguna vez nuestros padres se atrevieron a poner en nuestras manos. La única que habíamos tocado y la primera y, tal vez última, con la que jugaríamos.
Lo primero que intentaríamos sería confrontar a la familia y pedir, inocentemente nuestra pelota. Nos acercábamos a la morada, sólo fuimos los cuatro, los demás no quisieron arriesgarse, pues aquí, el verdadero dueño de la pelota era Chato. Sentíamos el aire frío producto del miedo que nos causaba dirigirnos a tal lugar, que rozaba nuestras nucas, y el sudor que recorría las palmas de nuestras manos infantiles, las mismas que minutos antes habían lanzado la misma pelota sin miedo a ser tragados por un gigante hombre con un vocabulario muy limitado. Cuando nos encontrábamos a escasos diez pasos de la puerta principal, escuchamos un chiflido que provenía del patio, viramos hacia ese lado con nuestras piernas temblorosas y las ideas horripilantes de que fuera el señor y nos gritara un palabrerío rutinario para al final no devolvernos nuestra pelota sagrada. Cada vez más lentamente, nos dirigíamos hacia ese lugar, donde había tenido su destino final la pelota.
Una barda con pequeñas tablas de madera que alcanzaba a la altura de nuestros ojos separaba nuestro ser del patio de la casa aquella. Vimos una cabeza que sobresalía lentamente por aquella débil valla. Nuestro susto fue reemplazado por la sorpresa, era un niño de aproximadamente nuestra edad el culpable de ella. Tenía el rostro más sucio que Naldo, Chato y yo juntos, llevaba puesto una camisa que en algún tiempo pudo tener color blanco; su ropaje inferior era un short que parecía pantalón de algún chiquillo de 5 años.
Estiró su flaco y frágil brazo hacia nosotros, nuestro instinto habría sido echarnos hacia atrás pero no lo hicimos, estábamos boquiabiertos admirando a aquel niño que nunca habíamos visualizado en nuestros espionajes. Se dirigió hacia mí y me entregó la pelota, nos entregó la más tierna sonrisa. Los siguientes cinco segundos que estuvimos ahí, fueron eternos e interrumpidos por unos pasos que parecían dominantes que se dirigían del pasillo del interior de la casa hacia el patio. El niño automáticamente salió corriendo despavorido como si fuera un animal y no su padre el que se acercaba a él. Por instinto nos agachamos para observar la razón que el niño tuvo de huir. Al instante, “El gritón” asomó su gran y descomunal cuerpo de elefante por en medio del arco de la puerta que salía a su patio, vio con tales ojos al pequeño esqueleto viviente, que parecían llenos de odio. Se dirigió al niño, como se habría dirigido a un filete de carne después de 30 días sin comer, lo tomó de la muñeca con tal fuerza que Coco se sobresaltó al ver la agresividad y lo peor de todo era que el niño parecía acostumbrado a eso; en seguida, le dio órdenes de continuar a podar el césped que parecía una verdadera selva, luego lo empujó tan fuerte que el pequeño cayó de espaldas y se golpeó con el otro lado de la cerca. El hombre lanzó un escupitajo hacia el suelo y le ordenó que eso también lo limpiara, y de paso, toda la casa trapeada en menos de una hora, tiempo límite para cumplir sus tareas. Con la misma ira con la que llegó hasta el niño, se metió de nuevo a su casa, y como era de esperarse, también comenzó a gritarle a “Doña Sí ‘orita”.
Nos paramos de nuevo y tratamos de iniciar conversación con “No. 12” (así fue como le llamamos pues nunca nos dio su nombre) pero siempre hablaba con cierto aire de miedo y espantado hasta los huesos. Nos sentimos pésimos por lo que veíamos, era estar muerto en vida y nosotros teníamos el amor de nuestros padres y no lo aprovechábamos. Queríamos hacerle recapacitar acerca de su actual forma de pasar la vida, pero eso no era vida. El niño no comprendía mucho lo que decíamos y pedía siempre que habláramos más fuerte pues él estaba acostumbrado a los gritos ensordecedores que le dirigía aquella bestia a la cual le llamaba padre. El tiempo había acabado, y nosotros habíamos estado entreteniendo con preguntas al niño y cuando el reloj de Naldo marcó ya pasada la hora y media, nos espantamos de lo peor y el niño no pudo soportarlo y cayó llorando pues tenía ya en la mente lo que su padre le haría por no haber cumplido con su tarea. El llanto desgarrador de “No. 12” atrajo al monstruo aquel. “El Gritón” llevaba en la mano una manzana, le pegó una ultima mordida y la lanzó hacia fuera, donde nosotros nos encontrábamos agachados temblando de miedo. Una vez más lo insultó, lo tomó de la muñeca y lo lanzó hacia el césped. Nuestro pavor había incrementado a tal nivel que automáticamente Coco pegó un grito al mismo tiempo en que nosotros salimos corriendo del lugar hacia otro más seguro.
Posteriormente intentamos regresar y encontrarlo, pero ya nunca lo volvimos a ver, solo una semana después del incidente en que se subió a una carreta jalada por dos huesudos asnos, cargada de cajas y maletas, se estaban mudando.
Ya han pasado 27 años. Y la confesión que mi hijo hizo, es lo mismo que había sucedido, solo que él si lo encontró. Diario le lleva algo de comida, ropa que ya no le queda o que cree que le pueda abrigar bien en temporadas de frío, le concede juguetes para que se divierta un poco mientras su padre no lo ve, y cuando siente que su padre se va acercando hacia donde él se encuentra, lo mete en la caja que contiene en la ropa y la vuelve a sepultar en la tierra amontonada que está debajo de una araucaria. Salvador me llevó hacia el lugar donde el niño recibía los víveres que le llevaba. No pude ver al niño, pero sí a su padre que se dirigía hacia la salida de su casa. Su rostro me era familiar, cuando analicé bien su manera de caminar y de ver el mundo que lo rodeaba, me quedó claro quién era y me invadió la ira y la tristeza.
En la actualidad, ya puedo hacer algo al respecto, puedo actuar, puedo presentar una demanda ante el ministerio público, hacer valer sus derechos contemplados por la UNICEF y puedo otorgarle al pequeño Javier (mi hijo sí logró investigar su nombre) una familia adoptiva que demuestre afecto y cariño y el amor, que su padre, “No. 12”, no tuvo.

Texto agregado el 19-02-2006, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-02-2006 Sigue escribiendo, vas bien. Saludos cordiales jovauri
 
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