Me gustaba mirarte sin que tú te enteraras. Me gustaba ver cómo vivías, cómo inventabas movimientos y deambulabas en el secreto de tu habitación. Observarte desde la mejor esquina de tu cama y sonreír silenciosamente. Tú, tan generosa, nunca me dijiste que sabías que te espiaba.
Podría estar años alimentándome de tu imagen atemporal. ¿Por qué nunca tuviste edad? ¿O fue que nunca me la dijiste? Al atardecer, sentada en mi sillón, tejía con hilo dorado todas las plumas que había encontrado en el camino y fabricaba para ti unas alas blancas. De noche te acunaba y te regalaba una nana cosida a mis alas para que pudieras volar en sueños tan alto como quisieras. Porque aquí la gravedad nunca estuvo de nuestra parte, aunque no nos trató tan mal. Tú, tan generosa, siempre te dormías.
Había días que te miraba a los ojos, a las manos, y eras pura literatura. No hacían falta palabras, tu silencio era la clara imagen de la elocuencia. Esos días podía escribirte en un sólo poema o convertir tu silueta en versos heptasílabos de rima asonante. Dedicarme a la contemplación de lo que en el mundo de todos era un abstracto, pero en mi mundo, en el nuestro propio, era un fragmento de realidad. Tú, tan generosa, nunca me dijiste que preferías las novelas.
Un día decidimos crear futuro. Tú y yo, que tanto pánico le tenemos al destino. Nos sirvió para probar al fin esos barcos de madera que juntas fuimos construyendo con pedacitos de nuestro interior. El tuyo flotó. Y tú, tan generosa, me dijiste "no te olvido".
Pero no se escucha desde el fondo del mar…
Probablemente ahora pensarías "qué bonito". Y probablemente lo dirías. Y es una pena. Porque ya nunca dices "qué bonita"…
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