Es y no es. Surgió en algún momento de la historia de la humanidad, pero murió inmediatamente para volver a nacer y a morir y a nacer, y así, desde hace más de 200 años. La modernidad se niega a sí misma, y de esa manera se reivindica.
Walter Benjamin, al intentar explicarla, en Discursos interrumpidos I (Taurus, Madrid, 1973) recurre a una pintura, El ángel exterminador; la describe más o menos así: el ángel se encuentra en primer plano y parece avanzar hacia el espectador. Detrás de él, en el fondo, se ven ruinas. El ángel mira hacia atrás, como añorando lo que destruyó.
El romanticismo, como primera corriente cultural de la modernidad, lo expresa; en todas las obras románticas, desde Fausto, de Goethe, hasta el Manifiesto comunista, de Marx y Engels, existe una extraña añoranza del pasado y una angustia por el presente. Pero al mismo tiempo, en todos ellos, hay una apuesta por el hoy.
Y es que la modernidad podría ser una metáfora de la conciencia, de ese eterno instante que sólo puede ser entendido cuando ha dejado de ser. La modernidad es la era del ahora, de lo que es en este momento. Pero también de lo que sólo puede entenderse cuando ya no es.
Las energías utópicas
En un artículo titulado “A Nova Intransparência: A crise do estado de Bem-Estar social eo esgotamento das energias utópicas” (Novos Estudos, No.18, pp.103-114.São Paulo), Jürgen Habermas plantea un aparente agotamiento de las energías utópicas. Para el pensador alemán, miembro de la Escuela de Frankfurt, tales energías representarían algo así como el combustible de la modernidad.
En el artículo, Habermas plantea que la modernidad, esa era surgida de las ruinas del feudalismo a partir de la revolución francesa, se nutrió de las ideas humanistas del renacimiento, particularmente del pensamiento de Roger Bacon (La nueva Atlántida), Tomás Moro (Utopía) y Tommaso Campanella (Ciudad del Sol).
La importancia de la obra de esos tres humanistas del renacimiento es que generan una esperanza mundana de acceder al mundo de bienestar; a partir de la modernidad, el mundo de bienestar deja de ser una esperanza para después de la vida y se convierte en una posibilidad material.
Si la ciencia y la tecnología serían las grandes herramientas para comprender y transformar el mundo en beneficio de la humanidad, para acceder al mundo de bienestar, según el pensamiento que dio sentido al Siglo de las Luces, entonces, para la ilustración eran las principales herramientas para la utopía.
No obstante, el romanticismo parecía alertar sobre el riesgo de que ambas, transformadas en un aparato productivo incontrolable, se volvieran contra el hombre y dieran al traste con ese mundo de bienestar. El tema de Frankenstein o el moderno prometeo, de Mary Shelly parece ser, precisamente, ese.
Y sin embargo, poco más de un siglo después de que los primeros hijos de la modernidad (Todos somos hijos de la modernidad) alertaran sobre el riesgo de un aparato productivo desvocado, y una vez superada la crisis de 1929 y de la II Guerra Mundial, todo parecía que el mundo de bienestar estaba próximo.
El Estado de Bienestar, inaugurado en Estados Unidos por Frnklin D. Roosevelt (y en México por Elías Calles), pero propuesto por John M. Keynes, logró vencer el Fascismo de Benito Mussolini en Italia y replicado por Adolfo Hitler en Alemania. Al mismo tiempo, de la Unión Soviética llegaba la promesa (ahora sí) de que el comunismo estaba a punto de llegar.
Sin embargo, al finalizar la década de 1980 no sólo se demostró que el comunismo no llegaría, por lo menos no por la vía socialista de la URSS y de sus aliados, sino que además el Estado de Bienestar cayó estrepitosamente al imponerse el neoliberalismo.
Ya antes, durante la primera mitad del siglo XX, tres novelistas plantean el riesgo de que la utopía se convierta en antiutopía; Aldous Huxley (con Un mundo feliz, o Brave new world), George Orwell (con 1984) y Ray Bradbury (con 451 Fahrenheit) describen mundos en los que las necesidades materiales están resueltas, pero hay que ser felices a fuerzas.
Para ellos, el costo del mundo de bienestar es precisamente la ausencia de bienestar. Para ser felices, coinciden, es necesario no pensar, porque pensar provoca cuestionar y eso trae consigo la duda y, por lo tanto, la infelicidad.
En las tres novelas antiutópicas la constante es un Estado totalitario con un fuerte respaldo social; la represión contra el pensamiento es compartida por los miembros de esas sociedades felices, las cuales reaccionan histéricamente ante cualquier asomo de cuestionamiento contra el estatus quo.
Habermas considera que la caída del Estado de Bienestar podría indicar precisamente el agotamiento de las energías utópicas. Pero él mismo plantea que la utopía no se agota con el Estado de Bienestar, y propone una sociedad organizada a través de nuevos procesos de comunicación colectiva.
Quizá ahí mismo descansa la propuesta de Habermas para contrarrestar el riesgo de la antiutopía, en esa organización social, a través de los procesos de comunicación social coordinados por los medios colectivos, encaminada a lograr la satisfacción integral de las necesidades de las personas.
Dos caminos, una meta
Desde el inicio mismo de la modernidad, o mejor dicho, desde la estructuración de lo que sería el gran paradigma para la modernidad (la ciencia), durante la ilustración, el frenesí por alcanzar el mundo de bienestar generó dos corrientes que, no obstante perseguir la misma meta, se han mostrado antagónicas.
Los unos defienden la propiedad privada de los medios de producción como condición sine cuan non para generar riqueza, la cual debe acumularse y, una vez que la cantidad sea suficiente, se reparta de acuerdo con las condiciones, capacidades y necesidades de los individuos.
Los otros sostienen la necesidad de que los medios de producción sean de propiedad social, de manera que se garantice su reparto una vez que la acumulación sea suficiente; la propiedad social sería protegida mediante el poder de un Estado fuerte y centralizado (la famosa dictadura del proletariado).
Los unos sostienen que un Estado controlador de la economía a través de los medios de producción genera corrupción e ineficiencia, y que el resultado de ello sería el empobrecimiento y la infelicidad de la mayoría, es decir, la negación del mundo de bienestar.
Los otros plantean que con la propiedad privada de los medios de producción, la riqueza se acumula indefinidamente, de manera que serían pocos los que cuenten con los medios para satisfacer integralmente sus necesidades, mientras que los más tendrán que conformarse, en el mejor de los casos, con lo suficiente para reproducirse. Nuevamente la negación del mundo de bienestar.
Los unos consideran que la base del desarrollo está en el individuo; son individuos los que se arriesgan, emprenden y generan riqueza. Son individuos los que trabajan y desarrollan sus capacidades. Son individuos los que dirigen y también los dirigidos.
Para los otros la base debe estar en la sociedad organizada; el individuo no existe; nadie logra nada sin los demás, nadie subsiste sin los demás; el individuo es una abstracción sin una base que lo sustente, “una robinsonada”, a decir de Marx cuando critica a Smith, a Ricardo y a los demás “muchachos”.
Ambos antagónicos, además han insistido, históricamente, en negar las energías utópicas que les dan sentido. Pero además, el utopismo, dice Habermas, a servido como elemento de acusación entre unos y otros, como si nutrirse de la utopía como energético fuera un motivo de vergüenza para ambos.
Y sin embargo, los acontecimientos de las décadas de 1980 y 1990 parecieron darle la razón a ambos y, por lo tanto, a negárselas. Ya desde la década de 1970 los problemas que enfrentaban los bloques socialista y capitalista generaron una seria crisis en la sociología, o por lo menos así lo interpretó Alvin W. Gouldner.
De acuerdo con Gouldner (La crisis de la sociología occidental, Amorrotu Editores, Buenos Aires) el estancamiento en los países del bloque soviético, como consecuencia del estalinismo, cuestionó seriamente los principios del marxismo en que se sustentaba el modelo económico y social.
Mientras tanto, las rápidas transformaciones en la sociedad, que se empeñaba en participar más claramente en la toma de decisiones sobre los asuntos de sus intereses, no podían ser explicados por el funcionalismo.
El resultado fue la caída del modelo soviético, y un golpe de timón por el lado estadunidense que parece retardar su derrumbe; la caída del estado de bienestar parecía, de pronto, cancelar las posibilidades de que la modernidad se sostuviera.
Pero se sostuvo precisamente porque se derrumbó; esa es y ha sido la lógica de la modernidad; una vez iniciado el siglo XXI, la modernidad demuestra nuevos bríos, pues su agotamiento es, precisamente, la base de su fortaleza.
Las nuevas tendencias organizativas de la sociedad, su insistencia por participar en la toma de decisiones sobre los asuntos públicos (que tienen que ver con ella, o sea todo), su frecuente manía de rebasar al Estado son características típicamente modernas.
Al final de cuentas, Mefistófeles está condenado a servir, indefinidamente, a Fausto. Los medios de producción están condenados, por toda la eternidad, a no poder apropiarse del alma del humano moderno; Dios la reclama perpetuamente.
La conciencia fáustica.
Al igual que los hijos de la modernidad, es decir, que todos los hombres y mujeres que viven y reproducen la modernidad, Fausto, el personaje de Goethe, es un perpetuo desencantado con el ahora; ayudado por Mefistófeles, el demonio que representa los medios de producción desencadenados, alcanza la felicidad destruyendo perpetuamente el ahora, lo vigente.
Es la conciencia fáustica, la conciencia del humano moderno; destruir perpetuamente lo que huela a pasado, es decir, paradójicamente, lo vigente. Tal conciencia fáustica fue representada maravillosamente por los escritores del criollismo.
La conciencia fáustica une a las dos corrientes de la modernidad, surge de los particulares, pero es social; Fausto es él y todos los demás. Cada particular sintetiza a los que son y a los que fueron. En cada persona se dibujan los que vendrán… De alguna manera todos somos fáusticos.
Los personajes de Rómulo Gallegos (hay que recordar La trepadora y Canaima), Horacio Quiroga (qué tal el cuento “Anaconda”, en Cuentos de la selva) y Agustín Yánez (Las tierras pródigas) encarnan al hombre fáustico, a los hijos y, al mismo tiempo, padres de la modernidad.
Habermas, en su ensayo (“La Modernidad”, publicado en La Posmodernidad, ensayos compilados por J. Baudrillard en Editorial Kairos), los reconoce al hablar de los vanguardistas: son aquellos que lo arriesgan todo por explorar territorios desconocidos. Los que innovan y marcan la ruta para quienes vienen atrás.
El humano moderno está imbuido de conciencia fáustica. Como hijos de la modernidad somos incestuosos, porque al mismo tiempo tenemos su paternidad; la hacemos y ella nos hace. La hacemos porque la destruimos para volverla a construir. Nos hace porque ella nos destruye para volvernos a construir.
Perpetuamente desencantados, vamos por la vida buscando la felicidad; no estamos a gusto en el mundo en que nos encontramos; tenemos que destruirlo y construir otro en el que podamos estar a gusto, y lo logramos… por poco tiempo.
El hombre fáustico particular es el ideal del capitalismo, el hombre fáustico social lo es del socialismo. Es el empresario que arriesga y transforma. Es el héroe que (impulsado por la sociedad y que, al mismo tiempo, la impulsa) genera las condiciones para un mayor bienestar de todos.
El hombre fáustico es el artista que experimenta y plantea las nuevas propuestas que derrumban lo anterior. Y es también, paradójicamente, el que irrumpe en la moda con nuevas propuestas.
¿Muere la modernidad?
Desde esa perspectiva, ¿puede morir lo que está muerto?, ¿puede desaparecer lo que no es? Es precisamente esa tendencia a renovarse de manera constante, a negarse a sí misma por vieja y, por lo tanto, a renacer, lo que le da a la modernidad un carácter de inmortalidad.
Es y no es. Cuando la modernidad se niegue a morir, cuando no se transforme, cuando su única cualidad sea la permanencia, entonces estará condenada a muerte.
De hecho, cuando la utopía parecía agotada, cuando el desarrollo parecía encaminado a alcanzar la modernidad (y no la modernidad dirigida a alcanzar el desarrollo, el mundo de bienestar), vuelve a cargarse de utopía.
Por todas partes del mundo surgen nuevas voces y nuevas organizaciones a favor de lograr un mundo de bienestar para todos; la ciencia se renueva, la tecnología también. Y todo parece indicar que la innovación en el arte cobra nuevas fuerzas (lo clásico, apunta Habermas, es lo que permanece como eminentemente moderno)… La modernidad se sigue negando para mantenerse. |