Sórdido día:
Apagó el reloj con la misma brutalidad con que lo hacía hace años. El despertar ya no era algo para él sumamente agradable. El mismo cansancio que tenía al acostarse lo mantenía al comenzar la jornada. Ya las cosas no tenían la sorpresa y el descubrimiento que solo un tiempo antes lo invadían.
Se sentó, se puso la ropa que la noche anterior había tirado sobre la cama y el universo volvió a abrirse ante él con la oscuridad de los infiernos. Se lavó la cara, se peinó y decidió, otra vez, marchar a trabajar.
La oficina lo esperaba tapada de papeles para firmar, para sellar. Mucha gente dependía de eso. El lugar era tan insignificante como todos: poco espacio, paredes vacías, solo la mesa y la silla que lo acosaban como los demás. Un hilo de luz lo apuñalaba desde la lámpara.
Él creía ser un fantasma, donde la gente pasaba sin llegar a verlo, un espejismo lleno de cosas para brindar que iba perdiendo en la lentitud de los pasos, con el destrozo del tiempo. Todavía guardaba un poco de amor en los bolsillos, pero seguro lo perdería. Buscaba algo que no encontraba, algo que aún no podía distinguir.
Las horas pasaban lentas, pesadas cargas que caían de las agujas. Su aspecto era común, exactamente de un hombre común y su nombre no nos importa demasiado.
A pesar de todo ese día era especial, el día de su cumpleaños. Había sido un día como todos, pero en el fondo era especial, aunque seguramente nadie iría a saludarlo. No tenía amigos, ya explicamos su condición de espectro. Ni siquiera desde la oficina tenía contacto con la gente. Muchas veces había pensado en matarse, pero nunca juntaba el coraje suficiente para hacerlo.
Al fin, llegó la hora de marcharse. Lentamente guardó las lapiceras, los sellos, los papeles, porque volvería al otro día y todo debía estar en orden. Tomó su maletín y partió.
Su casa se encontraba a unas cuantas cuadras, pero había decidido no usar más el auto: mantener una cierta velocidad no era para él, le gustaba disfrutar de lo que lo torturaba. Caminaba lentamente, arrastrando los pies como pesados sueños caídos. Como la gente no se enteraba de su presencia, aprovechaba para observarlos. Primero, cruzó a dos adolescentes, riéndose de vaya uno a saber qué, envueltos en proyectos y en una larga vida. Hacia la derecha había una mujer sentada, sus ojos reflejaban la tristeza que la agobiaba. Jamás se hubiese animado a hablarle. Un anciano luchaba por sobrevivir armado de su bastón. Se le notaba que era feliz. ¡Qué bueno sería vivir así! – pensó. Tuvo ganas de llorar. A lo lejos, distinguió una pareja besándose. Bajó su cabeza como reconociendo su castigo y siguió su camino.
Trataba de no volver pero, como es lógico, llegó a su casa. Dejó las cosas y se fue a acostar pensando en qué momento se había olvidado la felicidad. Pero allí estaba: podía ver el mar. Allí era feliz. No necesitaba más que los sentidos. El olor de la tierra, el combate enérgico de las olas, el gran Coliseo de arena, la multitud aplaudiéndolos al romper el agua… era su lugar en el mundo.
Al caer la noche, despertó de su sueño paradisíaco. Volvió a calzarse el traje del trabajo, hizo el mejor nudo en su corbata y lustró sus zapatos cansados, mientras parecía tararear alguna melodía.
Tomó de la heladera el champagne que hacía un tiempo tenía guardado, añejo de esperanzas vanas y lo colocó en la mesa.
A la luz de la oscuridad lo bebió y brindó por ella, por todas, por el abandono, por la soledad, por cada uno, por todos los que alguna vez no pudo conocer, por el alcohol que lo había invadido y lo observaba, y lloró, lloró todo lo que guardó por tanto tiempo. Se enfrentó con él, con el peor, el espejo lo agredía desde su habitación, y ahí nomás, tomó el arma, la limpió, la cargó… los disparos no se escucharon demasiado. Hacía un tiempo había tomado la precaución de comprar un silenciador, por si acaso.
Y el mar lo invadió nuevamente, con sus aguas, los gladiadores, las lágrimas, ella, todos, el sol le hacía mal la vista, le lastimaba los ojos. ¡Qué ruido! – dijo- ¿de dónde viene ese ruido?. El ruido provenía del despertador, que le anunciaba que eran las seis de la mañana, la hora de levantarse para ir a trabajar y comenzar otro sórdido día.
Ángel 03-11-03
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