I.- LA PETICIÓN PRESIDENCIAL
(Cuento publicado el 26 de Octubre de 2004) Si usted ya lo leyó, le ruego que pase a la segunda parte de inmediato.
Iba yo pasando por el Palacio de la Moneda anteayer no más, les juro que no les miento y en eso aparece un señor que me resultó cara conocida y que miraba para todos lados como si estuviese buscando a alguien. En una de esas, sus ojos se posaron en mí, se quedó meditando al parecer y casi al instante me apuntó con su dedo índice y recién allí caí en la cuenta que me encontraba delante del mismísimo presidente de la república. Casi me desmayo, por la sorpresa de encontrarme a boca de jarro con tan importante personaje y por el singular hecho que se estaba dirigiendo a mí.
-Espérese un poquito por favor- me dijo con esa voz pausada y profunda que tantas veces había escuchado en la tele.
-¿Me...dice…a…mí?-pregunté, dudando aún y pensando que tal vez el presidente sufriera de estrabismo y queriendo apuntarle a algún otro, atinase con mi modesta persona.
-Si a usted, señor…-Se quedó expectante para que yo terminara su frase.
-Retamales, Hermenegildo Retamales para servirle, su excelencia.
-Encantado de conocerlo, señor. Venga para acá, por favor.
Posó su mano sobre mi hombro y caminamos un breve trecho antes de subir a un lujoso automóvil. Ya sentados en el asiento trasero, el presidente le hizo una seña al chofer para que se encaminara no sé a donde.
-El motivo de este encuentro es por lo siguiente- me dijo luego de carraspear. –Usted sabrá que nuestro país ha logrado posicionarse en América como una de las economías más solidas.
-Si, lo se. Siempre veo las noticias. Oiga, usted es mucho más delgado de como se ve en la tele.
- Si. Eso se debe a que la televisión todo lo aumenta. El otro día llamé a todos los ministros para dictar algunas pautas y un canal dijo que era consejo de estado.
-Que exagerados- respondí por decir algo, apabullado todavía por el hecho de encontrarme sentado al lado de un personaje de tanta envergadura.
-Bueno. Vamos al grano- dijo luego con esa voz tan particular suya. El asunto por el cual usted está acá, es el siguiente. Como usted se habrá informado en las noticias, mañana tengo que asistir a una importante reunión con el Presidente de Tasmania y es muy probable que en esa ocasión se firmen importantes acuerdos comerciales.
-Ya. ¿Y yo que tengo que hacer allí?
-Bueno, el asunto es que, no es que se me haya ocurrido, lo que pasa es que, ¿Cómo se lo digo?- me extrañó tanto titubeo en alguien que está acostumbrado a barajarse con verdaderas agujas en esto de los discursos. Me empecé a preocupar. ¿Qué intrincada misión me sería encomendada por este señor que, confieso, muy presidente de todos los chilenos será, pero mis deberes y derechos como ciudadano común y corriente están claramente establecidos en la Constitución de la República?
-Ordene lo que sea, presidente. Mi deber como chileno es estar al servicio de mi patria. Mentí por supuesto y dije algo políticamente correcto. El asunto es que mis palabras envalentonaron al mandatario, quien con su voz tan potente y segura me dijo:
-Señor ¿Retamales me dijo que se llamaba? ¿No? La misión que le encomendaré, ¡que digo! El favor que le quiero pedir es que mañana usted me acompañe.
-Con todo gusto presidente…
-No he terminado, perdone usted. Carraspeó una vez más.
-Mi corazón latía desenfrenadamente. ¿Por qué se demoraba tanto en darme una orden que la obedecería ciegamente. Me sentí una especie de James Bond criollo, incluso ensayé la clásica estampa del célebre espía cuando aparece de medio perfil, soplando su pistola. Bajé de un costalazo a la terrenal realidad cuando escuché la voz del presidente Lagos, cortante, precisa.
-Quiero que mañana sea usted mi esposa.
-¿Queeeeeeeeeeeeee?- exclamé sin estar seguro de haber escuchado bien.
-Repito y aclaro. Quiero que mañana usted me acompañe a esa importante reunión, disfrazado como mi gentil esposa.
-Enrojecí, luego mi rostro empalideció para después amoratarse por completo. ¿Quuueeeeeeeeeeee?- pregunté una vez más, choqueado por la petición.
-Vamos, no se ponga usted así. Lo que yo le estoy solicitando es un favor muy especial pero de el depende que el acuerdo se concrete.
-¿Cómo me puede usted pedir eso, presidente? ¡Pídame que me disfrace como el ministro del interior, como su edecán, como su perro, si es preciso, pero por favor, no me pida que yo haga el ridículo vistiéndome como su señora!
-He recurrido a usted- aquí su voz se tornó solemne, como cuando lee esos discursos del primero de mayo –He recurrido a usted, repito, porque la situación así lo amerita ya que en Tasmania existe un dicho que más que dicho es ley: Si tienes que firmar un acuerdo, tu esposa es parte de ese acuerdo. Pero se produce la engorrosa circunstancia que mi esposa no va a poder asistir ya que se encuentra postrada en cama con una gripe muy contagiosa. Eso implica decir adiós a dicha negociación.
-Pero entonces que vaya la hermana de su esposa con usted, ella debe parecérsele más que yo.
-Perdone que lo contradiga señor ¿Retamales? pero a usted lo miré y me dije de inmediato: este es el doble perfecto de mi mujer. ¡Si no he visto a cristiano más parecido en toda mi vida!
Aquí, el presidente sofocó una risotada pero, diplomático el hombre, la disimuló como pudo. Yo lo miraba sin atinar a responder. Me contemplé de reojo en el espejo del auto y claro, algo tengo de parecido con la primera dama pero debe ser un ligero aire, un matiz, que se yo. Pero que me recondenaran si yo me iba a tener que disfrazar de mujer.
Aquí volvió a hablar el presidente -El pago será al contado. ¿Le parecen bien veinticinco millones?
Bueno, uno tiene sus convicciones, su moral, no es llegar y decir que sí a todo lo que le pidan. Pero no es del todo complicado usar taco alto y bueno, el maquillaje molesta un poco al principio pero después uno se acostumbra. Además que está la patria de por medio, los acuerdos, el libre comercio y el posicionamiento que ha logrado mi país en el concierto latinoamericano…
II.- LA PRIMERA DAMA
Acaso ustedes habrán leído el relato anterior en que les cuento de aquella vez en que me topé a boca de jarro con el mismísimo presidente de la república, quien se me quedó mirando embobado y ante mi sorpresa me invitó a subir a su coche. Después de un breve discurso en que enarboló los valores de servicio patriótico, a los cuales me suscribí como buen chileno que soy, me pidió, me rogó, me imploró que accediera a acompañarlo a una trascendental reunión en la cual se firmaría un importantísimo acuerdo con el presidente de Tasmania. Todo se tornó excesivamente surrealista cuando el presidente me pidió que yo suplantara a su esposa, ya que en su vida había visto a un cristiano más parecido a ella. Por supuesto que inventé miles de excusas para desligarme de ese complicado trance pero él, con esa voz tan particular y su gran poder de convicción me dijo: –He recurrido a usted, repito, porque la situación así lo amerita ya que en Tasmania existe un dicho que más que dicho es ley: Si tienes que firmar un acuerdo, tu esposa es parte de ese acuerdo. Pero se produce la engorrosa circunstancia que mi esposa no va a poder asistir ya que se encuentra postrada en cama con una gripe muy contagiosa. Eso implica decir adiós a dicha negociación.
Quedé perplejo ante aquél particular petitorio, paralizado por ese sentimiento de ridiculez que a cualquiera asaltaría ante una solicitud de ese tipo. Esta si que me pareció una proposición indecente, ante la cual, la planteada por Robert Redford desde la embrollada ficción de esa película, no era sino el simulacro de una alpargata. Era ni más ni menos que el primer mandatario en persona, el personaje a cargo de los destinos de la nación el que ahora, invocando la noble causa de la Patria, me pedía que me convirtiera en un vulgar travestista. Me negué rotundamente, muy presidente será de todos los chilenos, pero eso no le da derecho a obligarme a hacer el soberano ridículo.
-El pago será al contado. ¿Le parecen bien veinticinco millones?
Por supuesto que la patria está ante todo, uno no es quien para anteponerse a la petición de un presidente, además, representar a la primera dama, aunque sea por algunas horas, no deja de ser emocionante ¿No es verdad?
Vestido con un traje de dos piezas color café clarito y con un par de zapatos de tacón no muy alto para poder desplazarme a gusto detrás de ese gran hombre que es el presidente de la república, yo sonreía a la prensa y a la importante concurrencia que aguardaba la trascendental reunión. Pensándolo bien, esto era algo que a mí personalmente y a cualquier otro lo habría llenado de orgullo. La vestimenta, la peluca y el maquillaje me transformaron en la doble exacta de la señora Lucía y para mi suerte, ni siquiera debía abrir la boca para pronunciar palabra, puesto que ya todos sabían que la primera dama estaba afectada de una faringitis que la mantenía muda. Además el presidente, anteriormente, me había hecho jurar con mi mano enjoyada sobre la carta fundamental que esto no se lo contaría nunca a nadie, so pena de correr el riesgo de que el asunto cayese en las fauces de la prensa, la que se refocilaría con tan espectacular notición.
A las diez de la mañana del día crucial, nos encontrábamos en el salón plenario esperando la llegada del presidente de Tasmania. Ricardo –perdón- el presidente, elegantemente ataviado con un terno de color gris, me miraba y sonreía complacido y yo, para seguirle el juego, le guiñé un ojo y él desvió de inmediato la mirada, acaso por simple pudor o porque lisa y llanamente no le gustan los coqueteos y menos en una ceremonia oficial. Los ministros, por su parte, aguardaban enhiestos y orgullosos la trascendental ceremonia. A las diez de la mañana y un minuto, apareció la comitiva de la lejana isla y en primer lugar el Presidente con la banda terciada sobre su pecho. Me fijé de inmediato que el símbolo oficial de su país era el demonio de Tasmania, retocado de tal forma que hasta se veía buenmozo el animalucho. El presidente de Chile saludó protocolarmente al visitante y este esbozó una fría sonrisa, pero fijó su mirada en mí y se acercó sonriente para besarme en la mejilla mientras me decía algo al oído, todo en un perfecto inglés muy bien pronunciado. Su esposa, una delgaducha mujer de metro ochenta, me dio la mano e intentó devolverme una sonrisa pero ese gesto fue un penoso y fallido intento.
Sentados en la testera, los presidentes escuchaban los términos del tratado y nosotras, digo yo y la esposa del Tasmanio, contemplábamos la escena desde un discreto segundo plano. La mujer me dijo algo al oído y yo sonreí de pura inercia, ya que no entendí una sola palabra. En todo caso, le hice un ademán con mis dedos apuntando hacia mi garganta y ella pareció comprender porque ya no me habló más. Minutos más tarde se firmaba el tratado entre aplausos, vitores y flashazos de las cámaras fotográficas. Todo parecía haber salido a pedir de boca pero tenía que ocurrir aquello.
El presidente de Tasmania se despidió de mí con una coqueta sonrisa en sus labios, poniendo disimuladamente en mi mano un papelito que por precaución oculté en mi cartera. Pasé al toilette y ya sola, perdón, ya solo, abrí el papel aquél. Once palabras en inglés resaltaban sobre el albo trozo de esquela e intrigado a más no poder, traté de descifrar su contenido:
-“Dear:I wait for you in the Hoyo, seven o clock”. Recurriendo a las palabras sueltas aprendidas en el Liceo pude colegir que el presidente de Tasmania me estaba citando al Restauran El Hoyo, enclavado en las inmediaciones de la Estación Central. Me quedé perplejo, porque nunca pensé que los hombres fuesen tan casquivanos y menos en ese importante ámbito. Después de devanarme los sesos buscando una solución para este entuerto, recordé el juramento al que había sido sometido, aún continuaba siendo la primera dama, por lo menos hasta las doce de la noche de aquel día. Los destinos de la patria, la honorabilidad de las personas, la fidelidad hacia mi presidente, frases todas con un diferente contenido implícito, desfilaron por mi cabeza y después de un largo prolegómeno, decidí que la patria estaba por sobre toda consideración. Por una parte, las negociaciones no habrían concluido hasta después de la cena de gala y por lo tanto yo continuaba en ejercicio de mi papel y la esposa debe ser parte importante en todo trato. Por otra parte, yo no era la esposa legítima del presidente sino un suplantador y con respecto a la honorabilidad de las personas, yo sólo era un actor, un intruso en medio del protocolo que debía cumplir con su parte del trato.
Además, tenía una enorme curiosidad por conocer El Hoyo y si me acompañaba el presidente de Tasmania aunque este fuese disfrazado de canguro, era aquél un honor del cual no podía privarme.
Hasta el día de hoy mantenemos correspondencia con Albert. A cada instante el me dice que recuerda con nostalgia esa clandestina velada en dicho lugar. Y por supuesto, lo que sucedió un poco después. Sonrío y me complazco por ser un hombre de honor y un verdadero patriota…
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