Solía sentarse en el balcón a mirar pasar la muchedumbre en las horas más congestionadas, le gustaba ver a ese mar humano moverse como hormigas.
Su imaginación se exacerbaba, imaginaba mil cosas, que iría pensando cada uno de ellas, la gordita, aquél señor tan alto, y lo disfrutaba. Y si a uno de ellos le diera un ataque, o tal vez si se transformaba en un franco tirador, los imaginaba huyendo despavoridos. Sonreía.
Luego se entraba, tomaba un café y partía nuevamente atender su pequeño taller. Era un señor más bien gordito, muy conversador, no se había casado aun, pues estaban juntando plata con su novia, para comprase un pequeño departamento.
Al día siguiente a la misma hora, volvía a su balcón a mirar a la gente, la idea de la muerte lo rondaba, ser parte de toda esa masa de gente, y que pasaría si él, no, eso no estaba bien, ¿y si no lo pillaran?, sabrían de donde vienen los disparos, los expertos de la policía lo sabrían, entonces... ¿porqué no? Claro, eso, justo, ese sería el crimen perfecto. Bajó rápidamente, se mezcló en la muchedumbre, sacó un puntiagudo cuchillo, lo enterró a la primera masa, y siguió caminando, sin parar, ya en la esquina, tuvo que mirar, nadie se había dado cuenta, que una joven yacía muerta. Había sido un crimen perfecto, pero su desilusión era devastadora, nadie se dio cuenta, nadie huyó despavorido, que mala suerte pensó. Al día siguiente nuevamente estaba ahí en el banco mirando la muchedumbre, imaginando que pasaría si...
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