Ella sabe que en el mismo instante que baje los ojos se paralizará la compulsiva acrobacia del último mosquito al otro lado de la sala. Sin verlo sabe también que el hombre la observa desde abajo, encajado entre la primera y la tercera fila. Ese “Bum-Bum… Ras-Ras…” de los palos con flecos deslizándose sobre la batería le recuerda que el bombeo no es caduco. Al menos no esta vez. Trata de estirarse dentro de la canción, agarrándose a las terminaciones como un colgajo mientras detrás resucitan las cuerdas y el murmullo ronco del músico negro. Sólo una generación le separa de las hileras de algodones y ahora es rey. Criollo y rey.

El hombre busca su perfume de flores encajado como está en el centro, sorteando el aliento de los cuchicheos y el sudor que estigmatiza los encuentros sexuales. Piensa que siempre estuvo enamorado de ella: es bonito enamorarse una y otra vez, una y otra vez… No hay purgatorios, sí paraísos repetidos con canciones de jazz.
Se mira a sí mismo: es flaco y se despeina con la facilidad de un estornudo. Su nuez se alza con un maullido que sólo él escucha. Sabe que si levanta los ojos todo se fraccionará en cientos de musas vestidas de gasa y tul: pies descalzos y ligeros conciliando el sonido de los tambores y el de los autos, afuera.
……..

Ella trata, no, necesita hablarle de demasiadas cosas: de barcas y ranas y bolas rojas y callejas que rompen la asepsia en el conglomerado urbano… de sexo antes de llegar a ser sexo… de ese vacío perro, ocasional como la ruta del autobús línea 73. Todo parece poco.
Él simplemente dice: “Cántame la primera vez que te pusiste falda corta rompiendo tacones en la Plaza Mayor” Y ella le besa el cuello debajo de sábanas blancas, como en las películas.

“A fine romance, my good fellow…”