Ella es paranoica, celosa, obsesivo-compulsiva, zorro-dependiente, molestosa (picanea en las costillas), pervertida, llorona, posesiva, sus tallarines no resultan, se va de las películas de Jean Luc Godard y cuando estás afuera de la función (de Alphaville, 1965) te dice "pero si quieres, vuelve", catete, tozuda, terca (y las tres cosas sin fruncir una sola ceja), y yo, con toda mi sagacidad y astucia posmoderna psicológico-literaria, nunca le puedo decir que no.
Aun así (y pese a que la objetividad racional dicta lo contrario), la quiero.
Sin embargo hay algo que sobrepasa aun más a estas razones y actitudes contranatura; y es que ella (según me dice) me quiera a mí.
Porque si yo fuera ella tomaría el primer rifle que encontrara para meter la munición completa por mi cabeza. No toleraría a un sujeto que constantemente juegue con todo lo serio que existe como si se tratara de plasticina moldeable, dedicándole un interés inusitado a todo lo intrascendente e irrelevante (como analizar con vehemencia por qué ella mueve la mejilla izquierda en vez de la derecha o comentar en medio de un beso cómo desde esa posición sus lunares hacen que con su pupila se forme la constelación Lepus de la vía láctea). Además no lograría soportar sus cambios de ánimo espantosamente advenedizos e impredecibles, que pueden desembocar en abismantes silencios que duren largos lapsos de tiempo -por lo general escandalosos- o en parafernálicas y obsoletas disertaciones sobre contracultura en general. Digo obsoletas pues con sus extraños votos de ética para con su memoria se niega a comprobar que el grosso siga vendiéndose o que el tiempo tenga alguna ínfima posibilidad de existencia.
Realmente escapa de mi comprensión por qué ella soporta estar con un individuo depresivo, ambicioso, tripolar, bromista sádico, despeinado crónico, rizo-colilargo, analítico, un poquito egocéntrico, sensiblero y con tintes épicos de excentricidad obsesiva, en cuanto que podría hallar con facilidad siniestra algún estereotipo juvenil que saciare sus aspiraciones. Y yo se lo digo, y se lo digo tantas veces que pareciera que entre los dos ensayamos otra vez el boceto de una obra de teatro. Pero cómo tanto, Penélope, rebotan mis palabras en el anfiteatro. Callad, Didakus, no sigas con esto; es la muerte la que nos rodea y ya sabes cuales son mis inclinaciones respecto a ti. Lo sé, si es que creo en tus palabras, dulce querida, y yo, como tú tan bien constatas, desconfío de toda fuente oral y escrita, le digo, y nos decimos, y jugamos todas las veces, ensayando, ensayando, y pasando tardes enteras en busca del tiempo perdido inexistente, de las aspiraciones del aire (dulce, ¿lo sientes? hacia allá) o los códigos enviados como mensajes secretos, susurrientos y murmurados, que al oído resultan ser confesiones de culebras y palomos sasasúicos; prolegómenos de un dormitar mancomunado. |