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Aquel majestuoso reloj, de principio de siglo, reinaba en el sobrio salón, de la vivienda, en donde lo habían instalado, después de su adquisición en una feria de muebles usados, allá por los años veinte. Su descomunal tamaño ocupaba una buena parte de la pared frontal de aquella estancia. Su gran esfera blanca; tachonada con grandes números romanos, que la circundaban, demostraba el buen gusto del relojero orfebre que lo había elaborado. Dos grandes agujas en forma de espadas lo hacían más majestuoso.

El péndulo, largo y dorado, se balanceaba de un lado a otro marcando el inexorable andar del dios Crono. Los sonidos de las campanas, como los de sus eternos tic tac, que salían de él, eran fuertes y roncos, como denotando la voz, y los pasos, de un anciano a punto de llegar cansado al final de su camino.

Ese sonido fuerte, ronco y apagado era de tal sonora magnitud que los pequeños objetos que se encontraban sobre las estanterías del mueble cercano llegaban, a veces, a vibrar; haciendo, con el paso del tiempo, que algunos de ellos, los mas livianos en peso, llegaran a tropezar entre si haciendo luego un eco de tintineo minúsculo al sonar de las campanadas.

El cuerpo, o la caja, estaba realizado con madera de roble, repujado y tallado con filigranas en, y de, madera negra de ébano. Otros adornos habían sido elaborados con marfil, como el embellecedor de la cerradura.

El reloj estaba situado mismo de frente a la puerta del salón que sirvió antaño de biblioteca, ahora tan solo era el comedor de la vivienda sin uso diario ninguno. Una gran mesa, para ocho comensales, ocupaba la parte central de la habitación. Dos amplias ventanas, adornadas con sendas cortinas que caían desde el techo y dos estanterías rellenas con diversos adornos era todo el mobiliario, junto al mencionado reloj.

Unas escaleras angostas, situadas al lado de la puerta de entrada, llevaban al piso de arriba, en donde estaban situados las habitaciones de dormir y el cuarto de baño principal. Los peldaños estaban orlados con una alfombra de dibujos y colores simulando diseños de Cachemira. Que debido al paso de tiempo, y a las pisadas, apenas se distinguían por algunos sectores.

Una puerta corredera, en desuso por el oxido de sus goznes, trataba, inútilmente, de separar la antigua biblioteca del resto de la casa.

Faltaba muy poco para que del viejo reloj salieran las fuertes campanadas que señalarían las doce y Virginia aguardaba que ese sonar le participara que la chica de la asistencia social, que le había contratado su sobrino Ricardo, tenia que haber entrado en la casa para empezar su jornada.

Hacia casi tres meses que, Maria del Mar, que así se llamaba la asistente social, estaba con ella desde que su hermana Antonia falleciera después de caerse por las escaleras de la casa.

La atención de Virginia era fácil de llevar. Era una anciana dócil y afable. Toda su vida la había vivido en compañía de su hermana recientemente fallecida. Un delicado estado de salud la había acompañado durante toda su vida. Estado el cual había usado para aprovecharse y crear el único secreto que le había ocultado a su difunta hermana.

Antonia había sido todo lo contrario a ella. Guapa, saludable y agraciada para los ojos de los hombres. Había tenido varios pretendientes matrimoniales, Virginia nunca tuvo a nadie con esas sacrílegas ideas. Así que, aprovechándose en su condición de enferma, influyó en su hermana para no casarse y no la dejara sola.

Con el paso del tiempo Antonia se acostumbró a cuidarla y atenderla personalmente y quedó, como dice el refrán “para vestir santos”.

En los días de sus juventudes, después de quedarse huérfanas, y después que su hermano Rogelio se casara. Los pretendientes que Antonia tuvo; iban a visitarla, allí en esa misma casa en donde se encontraba ahora. Iban siempre unos instantes antes que ella regresara de trabajar en la conservera de pescado que había en la localidad. Instantes que Virginia aprovechaba para seducirlos y retozar con ellos allí mismo delante del reloj. Ese era el secreto, compartido con el reloj, que le había ocultado a su hermana toda la vida. Se había aprovechado de su bondad y además de haberle robado su juventud se había aprovechado de sus amoríos.

Ese mismo, reloj que había visto todas aquellas ingratitudes, era el mismo que le estaba pidiendo cuentas de aquellos actos.


Antonia siempre fue la que se dedicó la atención de la casa y de todos los problemas que pudieran surgir en la misma, incluso en darle cuerda, una vez al mes al reloj. Fue por eso que al fallecer esta, Virginia, por falta de costumbre, dejaba que se detuviera su andar.

Al no escuchar las sonoras campanadas solía decir “Anda el demonio por casa, que ya se paró el tiempo” Maria del Mar acercándose, al viejo reloj, le daba cuerda diciéndole “No es el demonio Virginia, solo hay darle cuerda”

Aconteció que cuando su hermana se cayó por las escaleras quedó inconciente y así la sacaron de la vivienda. Virginia la vio, y la dio, por muerta pero en realidad no lo estaba tan solo se había facturado una cadera y magullado todo el cuerpo. Pero debido a la avanzada edad de la anciana su curación, en el hospital, se demoró un poco más que de costumbre.

Virginia nunca quiso preguntar por el estado de salud de su hermana. Recelaba a que ese único secreto que guardaba en el fondo de su alma le pidiera responsabilidades.


Su sobrino le informaba que Antonia estaba bien de salud pero ella intuía que solo era una mentira piadosa. Pensaba que la estaban preparando para darle la noticia que se había quedado sola. Y más cuando vio a Maria del Mar ocupando el puesto de su hermana.

La noche antes que Antonia regresara a casa, después de su larga convalecencia, el viejo reloj se había detenido otra vez y el responso consabido de Virginia se volvió a oír por la fría casa. Minutos antes de dar las doce Maria del Mar llegó a la casa. En el rostro de Virginia se volvió a desdibujar la mueca de satisfacción que se le ponía cuando veía que llegaban las doce y la chica no aparecía.

“Anda el demonio por casa, que ya se paró el tiempo” le recordó a la asistente social. Maria del Mar, con la paciencia acostumbra, se acercó al silencioso reloj y le dio cuerda. Tan pronto terminó de darle cuerda se volvió para Virginia y antes de decirle palabra alguna a la anciana pudo contemplar, en la cara de esta, una mueca de terror y sorpresa mixturados. La tez de la anciana se había vuelto blanca y las manos a la altura del pecho se agitaban como tratando se sujetar algún objeto interno. De los ojos salía esa expresión que indicaba la proximidad de la muerte.

Con un pequeño y silencioso suspiro Virginia se desplomó muerta al suelo, mientras Antonia asistía, desde la entrada de la casa, a la muerte de su hermana.

Para el débil corazón Virginia fue demasiado fuerte ver a su hermana viva entrar por la puerta de la casa. Ella la creía muerta y al verla allí, con el reloj detenido. Creyó ver el fantasma de su hermana viniendo a llevársela y pedirle cuentas por culpa de aquel secreto.

Texto agregado el 15-02-2006, y leído por 686 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
06-08-2006 Excelente imágenes...muy bueno en prosa como en poesía.. Un placer pasar por su refugio. ***** canelayvodka
22-04-2006 buenas descripciones, a ratos innecesarias, pero que llevan al final con rapidez. Un buen final anticipado porel relator curiche
07-04-2006 Comenzaste con unas descripciones que me hizo estar en el lugar del hecho y me fue llevando por la historia de las hermanas hasta llegar a ese final inesperado. Lo disfruté. Gracias. marimar
05-04-2006 Excelente cuento, muy bien logrado que atrapa desde el principio. Un beso y mis ***** arielariadna
16-03-2006 Coincido con Magda, su propia conciencia la condujo a la muerte, en ese laberinto oscuro de secretos que fue sembrando a lo largo de su vida. Muy bueno *'s )-( merlhina
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