El sol entró por la popa para fijar las miradas al frente. Nadie, absolutamente nadie, se podía perder la majestuosidad del amanecer en Venecia. Al alba, la torre de San Marcos aparece erguida y altanera, vigilante y protectora; y delante de todo, a modo de escudo: el puerto.
De él partí, hace ahora quince años, para recorrer todos los mares de la Tierra. Y en aquel momento, al verlo delante de mí, circularon por cada uno de mis circuitos corrientes eléctricas, cual hijo pródigo en su retorno. No existía un átomo de mi cuerpo que no deseara reverenciar al santo patrón por su protección.
-Virad todo a estribor, motores a la mínima potencia. –gritó el capitán al iniciar la maniobra de amarre.
La gente se arremolinaba en los diques para ver el ejercicio, al tiempo que el pasaje subía a cubierta para no perderse la entrada en el puerto. Los pañuelos se agitaban en las manos.
Pero todo cambió cuando la proa tomó rumbo al canal que comunicaba el puerto con la plaza de San Marcos. El timonel gritó desaforado que había perdido el control del barco. El capitán, hasta quedar afónico, exclamaba.
-¡Detened los motores! ¡Virad a babor!
Pero todo esfuerzo resultó vano.
Fuerzas descomunales e invisibles impedían cualquier maniobra. La quilla ensanchaba el canal destrozando a su paso góndolas y barcas; casas, puentes y almenas. La gente corría de un lado a otro buscando protección. En la cubierta, cada cual se aferraba a algún punto firme para evitar caer al agua. La algarabía y el jolgorio que reinaban hacía un momento se convirtieron en carreras de pánico y terror.
Al fin, ya en la plaza de San Marcos y frente a la basílica, me detuve. De mis bocinas salieron sonidos en reverencia al Santo. Sólo entonces, tras rendir merecida pleitesía y homenaje a mi patrón, obedecí las maniobras del timonel.
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