Un día, uno de tantos que he vivido
llenos de amor y mas delicias,
creí que mi sublime sentimiento
cubriría de recato y gran decoro,
a la inocente y dulce virgen
que se despojaba ante mi,
en señal ingenua de entrega grácil,
de su lozana y bendita flor
con un gemido de tentación,
clamando el irresistible encuentro.
Subíame la sangre, como trepa el viento
cuando sopla incólume y nervudo,
apenas si de brisa empieza en febril carrera,
para llegar muy suave y con antifaz se enerva,
en miedos que acarician el tenaz deseo,
inmune a razón, a juicio, a exaltación y vida.
No me sumaba en arrebatos ni en angustias
sino en ardores y sin la debida cordura,
con la señal que guía el camino del alma,
a la sana quietud cuando se sufre y se ama,
con la ultima gota de amor y dulzura.
¡Dulce mujer!
Llevo el tesoro de tu juventud
como broche divino en mi alma,
envidiándome
cada vez que mi recuerdo,
se envuelve en los tuyos
suspirando tu nombre
en murmullos de amor.
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