Ingebor nació un 21 de septiembre. Toda la familia estuvo de acuerdo en que la fecha era promisoria. La primavera volvía a llenar el mundo de colores. Se sintieron alegres y celebraron con himnos y danzas la llegada de esta nueva vida.
Al recibirla por primera vez entre sus brazos, la madre de Ingebor acarició largamente la cabeza de la criatura, tratando de alisar la pelusa levemente tiesa y pegajosa que la cubría. Todos los que la rodeaban no pudieron dejar de sonreir ante la escena. Ella, sin embargo, estaba tensa. No le gustó aquel cráneo. Retirándolo de su lado, ordenó que lo pelaran de inmediato. Quería sentirlo suave bajo sus manos. Quería verlo terso y brillante.
Desde aquel día, madre e hija se unieron en un rito. Cada mañana la cabeza de la niña recibía un baño de esencias y un masaje prolongado. Le gustaba a la niña. Gozaba la madre. Sentía en su sangre una extraña emoción de estar ganándole a la naturaleza.
Más adelante, aquella lluvia de alcoholes fue más abajo, cubriendo todo el cuerpo. Le seguía gustando a la niña. Continuaba disfrutando la madre.
Con el correr del tiempo, Ingebor empezó a preguntarse por qué no podía jugar al sol como los demás niños. Como respuesta, su madre le aseguró que tendría una piel que muchos le envidiarían y continuó la ceremonia en forma inalterable. Sólo las partes íntimas y escondidas quedaron fuera, ajenas.
La mañana de su décimo segundo cumpleaños Ingebor no quiso seguir el juego. Una extensa masa negra en el pubis y en las axilas le mostraba que no era igual a sus hermanos. La madre no pudo decir nada.