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[C:180719]

Semiocultos

Un pequeño ruido rotundo, seco y quejumbroso.
Me acomodo. El ruido no se repite. Suspiro.
Silencio. Siempre hay silencio en mis dominios. Parece que él me ha olvidado. Nos ha olvidado.
Estiro mis ojos. No hay nadie más.
Vuelve el ruido. Me pongo alerta. Alguien debe andar por ahí. Miro hacia atrás. Nadie en mi futuro. A mi derecha, solamente el pequeño regalo que continúa cerrado; juntos no pudimos disfrutarlo y ya no quiero desarmar el atado de una cinta blanca con un minúsculo zapatito de lana en el extremo. Al otro lado, solamente unos rayos filtrándose entre el polvo y los sueños. A lo lejos unos gritos, como de revuelta. Vuelvo a sentir el mismo antiguo miedo de hace veinte años. Y ahora estoy sola. No entiendo qué gritan. Un abanico se agita al fondo, entre los cortinajes oscuros. No distingo nada más. Sonrío. «Estoy nerviosa» - me conforto- «todavía no me acostumbro»
Dormito.
Entra Antonio. Tras suyo, Misiá Ermelinda y don Fulgencio, que son los padres, idos hace tanto tiempo; Misiá Clarisa, la tía viuda; arrastrando sus velos, Sor Belén. Todos empalidecidos. Todos gente del Norte.
Aplausos. Todos aplauden. Me paro y mi cuerpo se estira y se estira, se levanta llenando espacios. «El no puede dejar de ver» - me afirmo en las cortinas para darme ánimos- «mi vestido maternal, para él lo bordé «- pienso y agito mi inmensa sombrilla verde agua.
Han dejado las puertas abiertas y un ventarrón nortino de arena salitrosa entra zumbando desde el escape de la derecha, (malos augurios, pienso), se arremolina en torno a la cabeza de cada espectador, se mete por entre las hileras de butacas de felpa, ataca el podium de la orquesta, cambia de lado y de pasada, infla mis sedas, mis cabellos, trayéndome virtudes, me eleva, me eleva y me eleva. Floto sobre el público, llego al escenario y quizás, cansado de los ¡ah! y ¡oh!, el ventarrón decae y caigo, caigo.
Un gran ruido rotundo, seco y quejumbroso.
Luego, cientos, miles, millones de sonidos se unen al inicial. La gran bóveda, pintada por el italiano Conde Pisano, se desploma entera. Las terribles columnas de mármol se hacen reverencias. Aullidos, alaridos, llantos, rezos, promesas que ya no importan. Nos remecimos todos.
Los altísimos muros del Teatro caen.
Se agrieta la pampa.
Se quiebra la paz nocturna.
Arriba, el lucero de la mañana del último tiempo, viene a encontrar mi soplo, largo como la noche larga cuando desapareció Pusquina.
Sigo en el túnel del tiempo detenido.
El regalo continuará cerrado.

Texto agregado el 13-02-2006, y leído por 137 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-06-2006 Buenísimo, como no descubrirlo antes? felicitaciones. bruja
13-02-2006 Contagias con tu angustiante pintura. Un regalo que no se abrió, solo el de tu relato y de par en par. Te felicito. peco
 
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