—¿De ternera o de cerdo?

El carnicero se me queda mirando a la espera de una respuesta mientras noto como el rubor se apodera de mis mejillas. No lo niego: soy un enfermo de la indecisión.

Ha sido así toda mi vida, el arrojo me rehuye a la hora de las disyuntivas por muy triviales que sean. Cuánto más las importantes. Siempre intento escapar de tales situaciones, aunque a veces resulta imposible. Cuando es así, me decanto por la opción más sencilla, la políticamente correcta, la cómoda. Me resulta imposible comprometerme y lanzarme de cabeza por el camino arriesgado.

—Oiga, ¿ternera o cerdo?

El hombre empieza a impacientarse. A mi lado, una señora con una verruga en la nariz gruñe. Siento el frío de las perlitas de sudor en mi piel.

Hoy había decidido cambiar, echarle valor, transgredir sin dudas, ser un hombre. Pero es superior a mí: no puedo. Las palabras se ahogan en mi garganta y no puedo.

Por favor, Alah, te lo pido a ti, ayúdame a pecar.