Fue el último sábado de junio del año pasado cuando muy temprano, Roberto pasó a recoger a su amigo Anselmo. Ambos la noche anterior habían acordado incursionar en el lago Hopatcong para estrenar su recién adquirido bote. Cosa, que como la pesca, era un subterfugio para beber.

Así, que cuando la jeepeta de Roberto traspasó el portón, ya Anselmo tenía una nevera portátil repleta de cervezas y, apenas, los más elementales aprestos pesqueros en un estuche desvencijado. Los subieron al vehículo y se dirigieron a la ruta ochenta, por la cual y en sentido Oeste, deberían mantenerse por tres cuartos de hora.

Mientras hacían el recorrido recibían el impacto de una vegetación que en esta parte del mundo se torna uniforme por carecer de árboles frutales y por, en su composición, ser tan exígua. Sin embargo, el espectáculo lo brindaban las tonalidades de su verdor. Además, la impecabilidad del asfalto y los trazos de las redes de distribución del tráfico, que eran de por sí, un deleite para el espíritu.

Cuando se salieron de la arteria principal y entraron por un camino ondulado y solitario, una tenue brisa se anticipó al esplendor con que se proyectaría ante sus ojos aquel gigantesco estanque, cuyos bordes son vigilados por una cadena de promontorios que su línea de convergencia, se difumina con la distancia. Luego de haber pasado diez minutos, ya estaban botando el barquito para buscar la placidez y frescura de un punto sobre aquellas aguas que fuera el marco perfecto para aquella sin par y amistosa competencia.

Ya ubicados abrieron el primer “dúo” de botellas, más o menos, a las siete. Entonces, sacaron las varas, dotaron los anzuelos con sendas carnadas y los lanzaron. Ahora, instalada adecuadamente la utilería requerida para el montaje, destaparon las que en menos de media hora completaban cuatro. Y luego, dos más y así sucesivamente.


Pudo haber sido al comenzar a caer la tarde cuando “vieron flotar una corpulenta botella que al parecer y conforme al bamboleo de las débiles olas, venía en su dirección. Una vez, el interior de la misma tuvo al alcance de sus miradas, descubrieron que entre el fondo y la tapa se movía un material gaseoso. La curiosidad los desesperó y como una exhalación embobinaron las cuerdas para tirar las cañas, de suerte que lograron acorralar la damajuana, hasta que la pudieron subir a la pequeña embarcación”.

Después de, una vez más, urgar en el fondo de la hielera para extraer otras dos frías, “descolcharon el hallazgo y para sorpresa, el fluído del interior salió y de súbito adquirió la forma de un ser humano. Tanto, que hasta habló para proponerles, ahorrando conforme los tiempos que estamos, hacerles, en vez de tres, en realidad un único deseo”.

A lo que Anselmo, sin pensarlo tres veces y considerando el percance que tuvo en su último tanteo dentro de la caja térmica, “le pidió que toda aquella agua la convirtiera en cerveza”. “!Concedido!”

En efecto, el cambio fue inmediato: “el lago adoptó la forma de un inmenso barril, el color del líquido contenido se hizo amarillento y su superficie se cubrió de espumas, al tiempo que la temperatura interna, coincidía con la de un refrigerador”. Pero Roberto protestó: “Antes de que el etéreo ser, volviese al lugar de donde había salido, le dijo a Anselmo que la petición lograda, contenía un error”.

“¿Porqué?”. “Porque ahora vamos a tener que orinar dentro del bote”.