Todos los anillos son mágicos. Todos guardan en el trazo infinito –porque es circular, claro-, de su cuerpo, los secretos del fuego y del metal, unidos en algún momento por el prodigio del joyero. Por la ciencia antigua de la transformación y del cambio.

De todos los materiales posibles con que se procrean los anillos, me embelesa en especial la sencillez de la plata. Su identidad de luna. La nobleza fiel de su brillo que retorna. Que vuelve siempre con la sola caricia de un paño. Que acompaña. Que va con uno para recordarnos lo que de inmortal siempre hay en esta existencia de dudas y de incertidumbres...

Son mágicos todos los anillos. Y son únicos. Símbolos perfectos para ideas esenciales. Para ideas tan simples como el sentimiento que les concede existencia. Hay amor en el fuego que arde. Amor hay en lo que funde y transmuta en líquido candente. Amor en el crisol y en el yunque. Y en el juego prodigioso del artesao que bate, que forma, que enfría, que pule. Hay amor en la mano que lo toma y lo alza para mirarlo a la inefable luz del día. En la mano que lo guarda hay amor y hay amor también en la mano que lo recibe y le da sentido.

Un anillo no se esconde en un cajón ni se atesora en un estuche. Se ostenta. Se luce. Se expone como una bandera o como un estandarte. Se le permite el brillo. Esa facultad tan suya de reflejar la luna en cualquier noche de encanto y resucitar el amor que le dio vida. Un anillo se viste como una armadura. Se lleva a todas partes. Como señal indeleble de todo ese amor secreto que su magia circular encarna...