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Amor en el infierno- Retorno a Loudun

Omar G.Barsotti


El Dr.Galton , deliberadamente, se eximió de los pesares de la vida, también de las alegrías y así, a los cincuenta años era lo suficiente perspicaz como para entender que eludiendo las emociones y sus riesgos había encontrado la tristeza. Y eso era lo que le cubría el rostro dándole un aspecto serio y remoto, que haciendo juego con cierta belleza masculina, prestabale la apariencia de un hombre abstraído en pensamientos complejos y profundos.
Pero no había profundos pensamientos en el introvertido Dr. Simplemente una concentración en vidas ajenas pasadas y gastadas e imposibles de repetir. En su aislamiento, y como estudioso de la historia, halló cómo aproximarse a los seres humanos desde una perspectiva que le aseguraba una perfecta prescindencia emocional, más allá de la sorpresa o fascinación intelectual que le deparara el análisis de un suceso o sus personajes.
El buen doctor, se las arreglaba viviendo solo en una casona de Villa Devoto. Último resto de una familia extensa, paulatinamente extinguida sin pena ni gloria, quedó heredero solitario de una renta satisfactoria para sus pocos placeres y necesidades.
De todos modos, tenía la subsistencia asegurada por su habilidad para la crítica literaria, el estudio y análisis de ensayos filosóficos y, ocasionalmente, científicos. Con una mente y conocimientos generales académicamente organizados y amplias conexiones en el mundo de las letras y las ciencias, estaba perfectamente dotado para su especialidad.
Descendiente de ingleses manejaba el idioma de sus ancestros con soltura e idoneidad. Pero no se resignaba a ser bilingüe, el idioma alemán era también parte de sus habilidades y, por imperio de su trabajo se entendía satisfactoriamente con el latín y el griego. Todo esto sumaba un importante valor agregado a su trabajo.
En los días que le conocí lo ba un moderado entusiasmo por un encargo del diario la Nación de Bs.AS.
Estaba por republicarse una obra de Aldous Huxley que en 1952 había pasado desapercibida pero que los editores pensaban que llegaría a ser apreciada por el gran público, ahora obnubilado por lo demoníaco, la magia, la hechicería, y todo delirio absurdo más o menos capaz de inducir el terror o quizá, mejor seria decir,dar satisfacción a la fascinación por el horror.
La Nación había elegido bien. El Dr. Galton no se limitaría a un comentario sobre un libro que ya había leído con superlativo interés. En efecto, perfeccionista como era, consultaba concienzudamente a especialistas en enfermedades de la mente. Llegó a mi guiado por un viejo profesor, quien tenía una desmesurada fe en mi capacidad de psiquiatra.
Lo recibí con gusto en mi consultorio. Quería, me dijo, que yo estuviera en mi ambiente y tal como si analizara en el clásico canapé a algunos de los personajes del ensayo de Huxley. Accedí, alguien me advirtió de su naturaleza lo que acicateó mi curiosidad. Además, conocía el libro de Huxley y me interesaba una opinión autorizada .

La reunión fue tan interesante como lo esperaba. El Dr., que estaba obligado a un trabajo serio sobre una obra que abarcaba casi cuarenta años de un siglo conflictivo, involucrando a la religión, las supersticiones, la política y la ciencia de la época, se esforzaba, sin embargo, a no forjar una simple síntesis para satisfacción del editor, sino que intentaba comprender los sucesos ocurridos en Loudun, una pequeña localidad de Francia, mediado el siglo 17, y relatados por Huxley en “Los Demonios de Loudun”.
Esa honesta predisposición me gustó, pero también me preocupó porque si bien reconocía las calidades del hombre también veía las dificultades a las que se enfrentaba. Interpretar los Demonios de Loudun, hubiera requerido, al menos, el doble de la dimensión de la obra original y hacerlo en el reducido espacio de un periódico sería toda una hazaña literaria.
Procesé un cuadro fácil de mi opinión del estado mental de los personajes de aquella historia. Estaba Urbain Gravier, el párroco cuya osadía, masculina hermosura, irrefrenable ambición y deslumbrante inteligencia, combinada con una flagrante inescrupulosidad, provocaba la atracción de todas las mujeres y la envidia de todos los hombres. Estaban sus enemigos que a la luz del relato de Aldous eran verdaderamente detestables y estaba Jeanne, priora de un convento de las Ursulinas, el factor desencadenante de la tragedia. Ella presentaba un complejo cuadro de histeria y un insano deseo de ser tenida en cuenta, lo que la indujo, finalmente, a exhibir con total descaro y desvergüenza los efectos de la supuesta posesión demoníaca que atribuía al párroco. Sin la priora ninguno de los personajes hubiera históricamente trascendido.
Discutimos amablemente con el Dr. sobre los personajes y sus características psicológicas. Coincidimos en que el mejor y más certero análisis era el del propio Huxley, quien los trataba con la humanidad y piedad que tan solo puede mostrar un gran espíritu, capaz de ser generoso y comprensivo sin perder objetividad. Admitimos, con el Dr. que nosotros estábamos más bien inclinados a horrorizarnos de la maldad de los enemigos de Urbain Gravier y de los inquisidores ejecutores del exorcismo, que a comprender los oscuros impulsos personales y culturales que los hacían como eran.
Nos reunimos en varias sesiones. Trabajábamos armoniosamente y para mí fue un verdadero descanso poder analizar comportamientos y emitir juicios sobre personas ya desaparecidas. Comencé a comprender porque el Dr. había elegido una disciplina en la que los sujetos sólo existen como parte de la historia.
Comparamos notas. Nos tomaríamos treinta días para analizarlas y compaginarlas. El Dr. estaba todo lo contento que él podía permitirse. Además tenía una novedad, el diario le había combinado una entrevista con una monja de las Ursulinas historiadora de su Orden que tenía información sobre los exorcismos a que fueran sometidas Jeanne y sus acólitas. Ni él ni yo sospechamos lo que iba a ocurrir a partir de ese momento.
El Dr. llegó a la entrevista muy temprano a la mañana. Se trataba de un lugar, en el Gran Buenos Aires, poblado de antiguas casonas de fin de semana venidas a menos. En la dirección que le indicara el diario encontró un edificio paquidérmico, mohoso y oscurecido por una frondosa y antigua arboleda que lo rodeaba en todo su perímetro. Las paredes, como murallones, se elevaban en dos pisos sobre la planta baja y estaban horadadas por angostas ventanas tapiadas por celosías despintadas, canceladas, sin excepción, por recias rejas de hierro forjado. Al frente, una escalinata llevaba a una entrada de doble hoja con carpintería de roble. Él, le habían advertido, era esperado por la puerta de la vuelta, la que estaría abierta. Giró en la esquina y la vio. Era mucho más pequeña y de una sola hoja, pero de buena madera y sólidos herrajes de bronce bruñido Al contrario de la principal estaba recién barnizada. La empujó con cuidado y se abrió sobre sus goznes, suave y silenciosamente.
Ingresó a un salón enorme dividido por una elaborada reja de caoba. Comprendió que estaba en el locutorio de un convento de clausura. A la derecha se abría un ancho corredor sobre cuya pared externa podían observarse las estrechas ventanas, dando cuenta del increíble espesor de las paredes y la exagerada altura de las estancias. Por las celosías colaba una luz crepuscular dejando adivinar que el pasaje debía llegar hasta la gran puerta de entrada de la otra calle. En ángulo recto con este corredor, al otro lado de la verja, se desarrollaba otro que, evidentemente, conducía al interior del edificio. Giró observando el escueto mobiliario; apenas unas mesas rodeadas por largos bancos de madera desnuda. Sin embargo, enfrentando el enrejado de clausura, y de su lado, había uno forrado en cuero formando un mullido pullman.
Al alzar la mirada se sobresaltó. Al fondo del pasillo se había encendido una luz. En la entrada al salón se contrastaba una figura humana. El atuendo le indicó que era una monja cuyo rostro era escamoteado por las sombras.
- Dr.Galton. ¿Quizá lo sorprendí?
Era la voz de una persona culta que quería ser gentil.
- Un poco.
- Le ruego me perdone, mi nombre espiritual es Sor Juana de los Angeles. Siéntese Dr., he hecho acomodar el banco forrado para Ud,. los otros son una tortura.
El Dr. obedeció y quedó esperando. Ella lo miró un momento molestamente largo y luego, a su vez, se acomodó en un banco del otro lado. Quedaron ambos mirándose de frente. El Dr. carraspeó y ensayó un comienzo pero Sor Juana le interrumpió con un gesto amable y aclaró:
- Está bien Dr. En realidad soy yo la que debo explicarme y agradecerle que se haya llegado hasta aquí. Me enteré fortuitamente del encargo de La Nación y pedí a su editor que nos concertara un encuentro. Tengo para mí que una conversación puede ser beneficiosa para ambos.
- Seguramente – asintió el Dr. gentilmente..
Luego de las primeras exploraciones entraron en tema. Ella se mostraba animada, casi entusiasta, sorprendiendo gratamente al Dr. con su profundo conocimiento del tema.
La monja tenía información muy precisa sobre los sucesos de Loudun. Por haber sido un caso de posesión demoníaca que afectara a la Orden de las Ursulinas y, siendo su ocupación estudiar la historia de dicha agrupación religiosa, el suceso tenía especial relevancia para la comprensión de una etapa de la vida religiosa especialmente curiosa.
Estos encuentros se sucedieron ininterrumpidamente durante una semana en la que Galton descubrió en la monja una inteligencia vivaz y una memoria organizada y detallista.
A la vez, con el pasar de los días la monja fue revelando una personalidad femenina y atrayente. En penumbras, remotamente iluminados por los reflejos de las luces del pasillo, cada uno había ido arrimando sus asientos hasta que los rostros estaban apenas separados por la reja de madera barnizada. El Dr. olvidó que estaba tratando con una monja y sintiendo la intensa atracción de la mujer. A veces se salían del tema y entablaban conversaciones más íntimas que versaban sobre los sueños y las ilusiones abandonadas, la melancolía de la soledad, las dulces horas del corazón enamorado y los amargos frutos del renunciamiento y la pérdida. En esas conversaciones el Dr. presentía que detrás de su vocación, Sor Juana escondía una frustrada alma romántica.
Pero en otras ocasiones, el Dr. algo escandalizado, oía a la monja tratar con total desparpajo temas escabrosos como la prosaica aplicación de enemas en los exorcismos. Con aire festivo ella detallaba la gestión del boticario Adam quien, convocado por el padre Barré, con un portentoso irrigador de latón, envió a la fuerza en el vientre de la priora Jeanne un litro de agua bendita con el resultado de que, dos minutos después, Asmodeus, el demonio cómodamente instalado en los intestinos de la monja fue violentamente expulsado con gran estruendo y algarabía de los exorcistas. Y a continuación detallaba aquel acto obseno y repugnante, teñido de connotaciones uales, con la picardía y las carcajadas de una desprejuiciada lavandera intercambiando chismes con sus compañeras de colada.
El Dr. halló en la monja un inesperado grado de perspicacia para la psicología masculina que le permitió entender las motivaciones del párroco de Loudun.
Era lógico, explicaba ella, que Granvier transgrediera tan flagrantemente las normas de su estado religioso. Su masculinidad le obligaba a seducir a las mujeres. Era un seductor automático y la vez un competidor nato que aprovechaba sin escrúpulos su belleza y su posición. En un ambiente provinciano y pequeño como el de Loudun tenía que destacar y prevalecer frente a una sociedad masculina mediocre, carente de encantos y valores, dedicada exclusivamente a sobrevivir con prebendas y favores de autoridades absentistas y conformándose por toda actividad intelectual con una aplicada y perversa maledicencia..
Tarde o temprano estas ventajas lo ensoberbecieron llevándole a burlar la buena fe de quienes le estimaban. Así fue como terminó embarazando a Phillip, su discípula e hija de su mejor aliado, el fiscal Louis Trincant quien, inflamado de odio, pasó a engrosar las filas de los ya abundantes adversarios del párroco. Pero, el embarazo no fue todo, explicaba la monja. Urbain Gravier despreció a su amante auto absolviéndose de culpa, abandonándola a su suerte y sumando a su pecado, la infamia. Y agregó irónicamente sor Juana al final de su análisis: ¿No cree Ud..Dr. que Urbain revelaba finalmente que estaba construido con el más puro material y hechura justa del hombre?
El Dr. Quedó alelado con esas interpretación y sin saber que decir o hacer, pero sobretodo, según me confesara, aquella crítica al ser humano macho lo dejó frente a su interlocutora como si le hubieran desnudado. En ese instante la mano tibia de la monja traspaso la verja posándose en la de él. El gesto lo electrizó. En ese preciso momento sintió que aquella mujer lo fascinaba y ejercía un dominio del cual le resultaba imposible escapar. Sin saber qué hacía se inclinó y besó la mano que oprimía la propia. Ella se levantó. Su rostro lucía una sonrisa que le pareció de ternura. Luego se alejó lentamente, perdiéndose en el corredor mientras él hervía en deseo.
En la siguiente entrevista el Dr. venía resuelto a mantenerse fuera de aquel influjo, retomar la iniciativa y si fuera posible, dar por terminada la consulta. Juana de los Angeles también se mostró circunspecta. Entraron en tema y nuevamente ella lo sorprendió preguntándole si había pensado porqué las ursulinas habían acusado al párroco Urbain Gravier de visitarlas y acosarlas ualmente alegando estar poseídas por el demonio.
A su pesar, se sintió tentado por la curiosidad. El tenía algunas explicaciones fisiológicas y psicológicas que le satisfacían. Pero quería saber que pensaba ella.
Gravier, explicó la monja con soltura, estaba en la cúspide de su hombría. Las monjas no estaban totalmente aisladas. Tenían alumnas, recibían visitas de amigos y familiares y, sobre todo, Jeanne, en su condición de priora tenía pleno acceso a los rumores sobre el párroco que corrían libremente por toda la ciudad. Todas sabían de cura Gravier a través de los chismes de las damas que las visitaban. De pronto adquirieron conciencia del propio aislamiento y la lastimosa condición de meras espectadoras de sucesos emocionantes que transcurrían a solo un paso de sus baldías alcobas.
Gravier atendía a todas las viudas jóvenes de la localidad, a algunas espiritualmente y a otras ualmente. ¿Por qué habría de dejar de lado a las monjas?. ¿Por qué no se aproximaba a ellas con su prestigio, hermosura y pecado? ¿Por qué negárseles?. ¿No eran piezas de caza atrayentes?.¿No eran mujeres?.¿Qué pasaba con su feminidad?. ¿No eran hembras?.
Este comentario sobresalto a Galton. Con estupor sólo atinó a alegar que el párroco no las conocía y apenas sabía de su existencia.
Pero ellas no lo veían así, aclaró Juana de los Angeles. Era un cura y él las ignoraba, cuando, en realidad, en su fantasía ellas suponían debían ser las primeras, las privilegiadas. No ocurre tan frecuentemente como supone la maledicencia pública, aclaró, pero la relación amorosa entre curas y monjas existe. Al menos pudo tener la gentileza de rondarlas, alegó, hacerlas sentir mujeres acosadas por un macho, aunque no se doblegaran. Hacerles sentir el sabor equívoco de su votos rescatados al borde del quebranto por un rapto de virtud tardía. El ,Dr., explicó la monja, es para la mujer un devaneo. Un paseo por el borde del pecado, de la entrega retaceada. Que culmine en la relación ual es secundario.
El pobre Dr. seguía sin saber qué decir. Pasmado se le ocurría que detrás de la pantalla de las palabras se movía la sombra de un mensaje dirigido a su persona como hombre próximo a una mujer. Percibía su personalidad desdoblándose al borde de un abismo. Identificado con Gravier se percibió como el responsable de cumplir con un depravado compromiso moral. Estaba perdido, adelantó una mano y la apoyó en el óvalo suave y fresco de ese rostro adorado. Ambos se pusieron de pié. Entre los barrotes ensayaron un beso muy leve y muy lento. La monja se separó suavemente y, con un mohín de fingido enojo, se alejó una vez más, dejándolo bullendo de pasión y, según me confesó, dispuesto a voltear la impía reja con la furia de una bestia en celo.
Le recomendé no volver, pero él la vio una vez más. Al entrar descubrió que los bancos ya no estaban. Ella avanzó por el pasillo y se detuvo mucho antes de la reja. El locutorio lucia desamparado. Sin ninguna introducción Juana de los Angeles le describió el final de Gravier. Acusado e indefenso, el párroco cayó en manos de los inquisidores que no le ahorraron torturas y humillaciones. Las ursulinas, apiadadas, renegaron de sus acusaciones pero los verdugos alegaron que el demonio las inducía a mentir para salvar a su discípulo. Gravier tuvo un tardío gesto de hombría y piedad y se negó a aceptar las acusaciones pese la promesa de que haciéndolo se salvaría del incremento desmesurado de su martirio y la muerte. Recuperó la fe, se encomendó a Dios y ardió en la pira sin el consuelo del estrangulamiento previo. El público, que asistía esperando gozar del espectáculo se retiro avergonzado. La priora Jeanne, ante el hecho consumado retornó a sus acusaciones de posesión demoníaca y alcanzó notoriedad convertida en una víctima salvada del demonio.
Cuando terminó, Juana de los Angeles se quedó mirando fijamente al Dr. Galton y luego, sin una palabra, giró y se alejó hasta desaparecer en el fondo del pasaje. El Dr. no atinó a llamarla. Salió del convento abandonado, con el alma destrozada y obsesionado con la visión del párroco ardiendo en vida.
Comenzó a tener noches de sueños intranquilos. Se despertaba tan sólo para entrar en un estado de semi vigilia en el que perdía contacto con la realidad o donde la realidad se le mezclaba con otros fenómenos que no podía describir y que lo inquietaban hasta la exasperación. La cama le era extraña, la habitación le parecía distinta.
Un día resolvió levantarse antes de seguir enrollándose en las sabanas traspiradas. Al rato se refugió en el inmenso comedor. Sentado a la mesa con un té recalentado estudiaba sumido en el estopor, un entorno que le parecía recién descubrir. El se había criado en aquellas enormes dependencias. Conocía cada rincón desde el sótano al desván, desde la cocina al comedor. Nunca había sentido miedo ni aún en las noches de tormenta cuando el viento se colaba por las ventanas produciendo zumbidos y silbidos que, en algún momento sonaban como conversaciones airadas. Pero esa madrugada, apretando la taza de té demasiado caliente entre sus manos, sintió como si los techos estuvieran más altos y oscuros y las aristas de las habitaciones levemente inclinadas como si el mundo se distorsionara pocos momentos antes de derrumbarse sobre su cabeza. Oyó una algarabía en los corredores seguida de los rumores de conversaciones que le parecieron en latín. Asombrado, bajó la taza con tanta fuerza que golpeó el plato y un ting muy fuerte y agudo se difundió por toda la casa como llevado por un inextinguible eco. Entonces, las voces aparentes se acallaron y pudo distinguir el ruido del viento por lo corredores. Se tranquilizó. Amanecía. Se levantó y abrió la puerta ventana; en el jardín los árboles estaban quietos y las hojas secas, en el suelo, reposaban. Todo estaba imóvil, era un amanecer tranquilo y sereno sin una brisa.
Al girar la vio sentada en la otra punta de la mesa. No vestía los hábitos ni lucía el tocado. El cabello, suelto, era largo y ondulante y se deslizaba desde la coronilla de la cabeza, en una cascada que le ocultaba la mitad de la cara cayendo hasta cubrir los senos desnudos. El dio un paso, más asombrado que espantado, sin poder explicarse que ella hubiera entrado a su casa y estuviera ahí. El semióvalo visible de su rostro lucia la piel de una mujer en plena edad de oro. Un ojo, hermoso, lo observaba con una pizca de picardía. El volvió a moverse. Quería comprobar si aquello era real. Extendió una mano y entonces, ella, se sacudió la blonda melena descubriendo el resto del rostro.
El Dr. pegó un grito y se detuvo aún con la mano tendida pero ahora no para tocar sino para detener, evitar, poner distancia. La mitad de aquel hermoso rostro estaba descarnado. Un ojo húmedo y maligno le miraba desde debajo de colgajos de piel. No era una piel apergaminada, era carne que se estaba descomponiendo, transformándose, mutando hacia no podía imaginar que estado horroroso.
Corrió desesperado, perseguido por las carcajadas de la visión. Saltó más que salió al jardín y se encontró parado al pie de la escalinata de entrada en pijamas y temblando. El sol ya comenzaba a alumbrar. Para cuando consiguió salir del espanto la mañana estaba avanzada. De la calle llegaban los ruidos cotidianos. Los pájaros se afanaban revoloteando y picoteando su sustento. El comedor iluminado por el reflejo solar estaba deshabitado.
Ese mismo día llegó frente al convento. Sentía que debía ver a aquella mujer una vez más. Oscuramente necesitaba aclarar lo que ahora le parecía evidente: La priora Jeanne no era una mujer histérica da por el furor uterinus sino que ella estaba realmente poseída por el demonio sin que el pobre párroco pecador, víctima propiciatoria, fuera culpable. El demonio los engañó a todos, induciendo a todo un pueblo, a las autoridades civiles y eclesiásticas y a los crueles exorcistas al infame pecado de la injusticia y la falta de compasión, con lo que se condenaron eternamente.
Se dirigió a la puerta que tantas veces había transpuesto y la encontró clausurada. El barniz se veía descascarado, los goznes cubiertos por una sucia pátina. Sorprendido, caminó todo el perímetro del edificio para descubrir, a través de un derrumbe en la pared, que el interior estaba totalmente derruido. En una esquina encontró amontonados los restos de la verja del locutorio. Unos chicos les habían encendido fuego y ardían con el fragor de la madera vieja y reseca. La pira se derrumbó con un estallido sordo elevándose una nube de cenizas en las que creyó ver una forma humana retorciéndose. Horrorizado escapó, la forma humana tenía un rostro, el de él..


FIN





























Texto agregado el 10-02-2006, y leído por 323 visitantes. (0 votos)


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