(Ergo, a quien considero un escritor excelente, me reclama por un cuento serio. He tenido que ir a buscar en el baul de mis recuerdos y no he encontrado nada más serio que mi lorita, la cual -pobrecita- falleció hace meses y puso todavía un semblante más serio. Con cariño para Ergosoft).
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LORA METAFÍSICA CON PROBLEMA INSUMIDO
Tengo una lora en casa.
Las alas color de mango verde, recortadas, y un brochazo rojo pintado sin gracia en su cabeza forman un acorde disonante contra el ocre de la pared.
Todo el día permanece inmóvil, tan falta de vida que parece disecada, en el trapecio colgado de una viga, balancín que enmarca su espacio privado, su territorio inalienable, su coto donde caza recuerdos vegetales y auroras de selvas ausentes en las que una vez voló emancipada y autónoma.
Seria, con seriedad cetrina y austera, no habla, ni siquiera silba “qué cuero” como toda lora bien nacida que presuma de sus habilidades bilingües. Muda, estática, estacionada en un recodo del tiempo, mira con sus fieros ojos al vacío. Ojos redondos, hinchados, a flor de piel, fijos, afianzados a la imagen sin imagen de la pared de enfrente, mientras sus patas se clavan en el delgado madero del columpio con persistencia egipcia de momia enjuta y reumática.
La estridencia del entorno contrasta con su pálida indiferencia. El camión de la basura pregona su cotidiana campana sorda y empalagosa. La radio desgrana sus anuncios gritados y el perro del vecino proclama con entusiasmo su vida de perro.
Pero la lora no oye, contempla.
Después, sola, a intervalos, como si rebalsara la espuma en el vaso de la paciencia, lanza su mensaje al mundo, un gemido lastimero, largamente meditado, lento, triste, desgarbado, para caer de nuevo en su habitual catalepsia verde y colorada.
Tengo una lora en casa, su seriedad ecuánime y sostenida la protege de mi compasión.
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