Las hormigas, esas compulsivas trabajadoras que parecen no detenerse ante nada ni ante nadie en su programada faena, a menudo tienden a detenerse y acaso a meditar delante de alguna compañera que ha sido pisoteada y ha muerto en pleno servicio. He visto con mis propios ojos como un perro callejero se ha prosternado en presencia de uno de sus congéneres fallecidos, haciéndole respetuosa guardia, en una escena que no ha dejado de conmoverme. No me cabe duda que hasta las aves de rapiña vacilarán en destripar a su propia especie y más bien se conformarán con saciarse de la carroña circundante. Es posible que hasta la hiena morigere su burlesca risa en presencia del cadáver de uno de los suyos. Los animales nunca dejan de sorprendernos.
Ayer, con motivo del triste fallecimiento de uno de nuestros colegas (y digo triste a pesar de reconocer que nunca me topé con él, jamás leí una sola línea de mi obra y manejo muy vagos detalles de su fisonomía) sentí que algo se me conmovía dentro, pensé en sus familiares, en sus padres, en sus hijos, en todo lo que dejó huérfano e inacabado y como ser humano que soy, hasta unos lagrimones rodaron por mis mejillas. No niego que en algún momento y por lo descarnado de la noticia, pensé que fuera una condenada broma, que alguien con afán que no atino a descifrar, pretendía saciarse de nuestra buena fe. Mas, con el transcurso de los minutos, pude irme formando un panorama de los hechos, rescatados a contramano en esta relativa virtualidad en que nos movemos. Entonces supe de sinceras lágrimas de compañeros y compañeras, de conmovidas palabras y de sollozos que se visualizaban tras lacónicas frases. La verdad se mostraba dolorosa y convincente y una capilla mortuoria virtual se levantó para que acudiéramos a rendirle un último homenaje al malogrado colega. Hasta aquí, nada desusado, nada que rompiera los sutiles esquemas del comportamiento y del buen vivir. Pero apareció la voz disidente, el grafitero que ensucia las murallas a mansalva para huir luego desaforado, la supuesta voz de la conciencia moral, un ser tan rastrero y odioso que pretende ser espejo para que nos contemplemos en nuestras más vergonzosas debilidades. Me refiero a Jeckill, un ser asexuado y con pretensiones de querer entronizarse impunemente como alguien que está más allá del dolor y de lo que el hombre ha establecido como valioso. Eso, por supuesto, lo hace grande, insensible, amargo y contestatario. Pude contemplar con estupor como se mofaba de todo y de todos hasta sacar literalmente de sus casillas a quienes velaban el recuerdo de un ser que –para muchos, sin ser tan querido precisamente- guardaban un respetuoso luto acaso por el simple expediente de la sensatez y la identificación.
No, Jeckill, a mí no lograste dejarme pasmado ni perplejo por tu discutible superioridad en el campo en que somos más vulnerables, no lograste mi admiración por tu descarnada presencia ni por tu afán de restregrarnos en nuestras narices supuestas debilidades ni por tus dotes venenosas y deslenguadas, ya que nos trataste de hipócritas y eso no te lo discuto porque a veces la hipocresía va de la mano del interés personal y queramos o no, todos debemos utilizarla aunque sea en dosis acaso infinitesimales. Pero acá, nuestra congoja era sincera y en esos momentos, hasta una hormiga, un perro y una odiosa alimaña demostraron tener más sentimientos que tú. Y a mí me consta que a esa amiga a la que le presumiste de tener un corazón en sus posaderas, lo tiene muy bien puesto allí en el centro del pecho, poderoso, latiendo e insuflando un sano amor a sus semejantes, un corazón que se conduele con la desgracia ajena y que es capaz de partirse en dos para compartirlo con quien lo necesite.
Te he dedicado demasiadas líneas, muchas más de las que realmente te mereces. Te ahorraré el trabajo del contraataque ya que sé que soy un ser muy limitado, que me manejo más en las sombras que bajo las luminarias, que no pretendo ser un gran escritor y que si estoy acá es porque lo siento, porque me conmuevo con lo que pasa a mi alrededor y porque emplearé el mismo discurso, acá y de cara a los demás. Y créeme, eso me hace sentirme satisfecho, aunque sea un simple hipócrita que tiene la mala costumbre de desencajarse ante la fatalidad ajena…
|