De los largos pasillos de tierra que eran la frontera entre un edificio y otro, de ese olor a sobaco impregnado en los afectuosos abrazos del guatón Llanos, de la risotada contagiosa y perdida de mi padre cuando se emborrachaba, de los manteles de cocina y las manos olor a detergente de mi madre; de ahí vengo, ellos son la raíz y las razones del por qué hoy uso tacones (cercanos), falda a cuadros, y uñas de azul.
Al recorrer estas modernas calles que esconden mi niñez, no me es imposible recordar la primera vez, esa primera vez en que un macho excitado me hundió la cabeza en su selva hormonal de su entrepierna, esa primera mañana con la golpiza del semen y el tufo del amanecer. Cómo no volver a correr entre los árboles, cómo no instalarme nuevamente en el boliche de la esquina, en esas tardes primaverales en que fumaba y me creía Bette Davis.
Hoy a mis treinta abriles bien llevados, -aunque la espalda me duela más que la cresta-, y sólo con el percance de esta enfermedad, no me quejo de nada, el recuerdo lo guardo con rencor y ternura, ¿cómo voy a lanzar al basurero mi infancia?, no puedo, no puedo…y menos ahora que siento que me gritan: ¡Agrado!. Son los viejos cabros de la patota del club deportivo, siempre con la talla a flor de labios, siempre con la risa en sus pechos. Prefiero no acercarme, no quiero vivirme, ahora más que nada, sólo deseo resucitarme. De una vez por todas dejar de ser la entretención de otros, y pasar a ser mi propia entretención, quiero salir de los besos sin amor, por eso vine, por si acaso me encuentro al Ángel, mi primer amor quinceañero, mi tercera vez, y mis primeros besos con amor y olor a flagelo.
|