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MI CONTERTULIO, EL PATAS DE HILO


Las caminatas por el Concepción daban una dulce sensación de quietud. Salías de algún local, andabas por Pilcomayo y bajabas a gusto hasta el plano organizando tu semana que estaba por venir. Pero ese tiempo en el puerto está por acabar.
Ocurrió que en una noche, en la que bebí algo más de la cuenta, me vi paseando por las mismas escalinatas cargadas de un tono sombrío que nunca antes había notado. La luna era colorada, rajada por un nubarrón sin estrellas ni gaviotas en la cercanía. Apresuré el paso porque percibí que algo raro iba a ocurrir; hasta que de repente, sentado en un banco del Atkinson, me lo encontré: un viejo vestido de traje, corbata y camisa, dándole golpecitos a unas argollas mientras murmuraba algo. “Quizá llegó tarde al Brighton y lo encontró cerrado”, pensé yo. Total, a muchos turistas les pasaba lo mismo con aquel café.
- ¡Hey! ¡Estimado! –me saludó atento. Ese vozarrón no tenía ni una pizca de gringo.
- ¿Sí? –le pregunté inquieto- ¿Qué se le ofrece?
- ¿Conoce por estos lados? Mire que ando algo perdido...
- Bueno... sí. Algo... no con gran detalle pero algo –le respondí.
- ¡Ah! Que bueno. Usted me podría ayudar, mire que conocía estos rincones como nadie... ¡del más sucio cuarto de puta de Barón a la casa del último feligrés en Playa Ancha! –y rió a carcajadas mientras pasaba las argollas de una mano a otra. Eran cinco, negras por donde se las mirara... el ruido del choque entre ellas me daban la impresión de un cuchicheo.
- Le cuento mi amigo –se puso de pie y noté lo monstruoso de su figura-, ocurre que antes me encantaba venir para acá, hacer visitas y cobrar deudas, cerrar contratos, reír y tomar... usted tal vez me entienda... esto de poder mezclar placer y trabajo, ¡cuánto desastre y cabro chico no he dejado por ahí! -soltó otra carcajada que me quitó el mareo... y sí, algo raro cargaba ese viejo...- Y en mi último viaje, completamente distraído, perdí algo querido por aquí.
Dio un par de zancadas, se me acercó y estiró su mano, una mano ancha y velluda, caliente al momento de tocarla, y tenía un rostro moreno, rígido, extrañamente sensual de ojos celestes inquisidores. ¡Y un olor terrible a colonia barata! Me espantó. No lo comprendí en ese instante, pero me espantó. Su risa era cordial, con una voz penetrante invitando a charlar y bromear pero a la vez turbadora.
- Eh... bueno... le ayudo sin problema...
Y casi sin titubear lo acompañé. Bueno... titubeante todo el rato pero presentía que algo terrible podía ocurrir si le decía que no... Bajamos por las escalinatas y cruzamos el pasaje. Ni el viento ni la marea, a lo lejos, metían ruido. Fueron dos las vueltas y llegamos justo detrás del edifico de El Mercurio.
- Y creo que aquí fue, entre esta caca de gato y el meado de los borrachines –dijo burlesco.
- Mmm... eh... ¿aquí? –le pregunté nervioso.
- ¡Por supuesto! ¡No me ponga en duda! Era por estos alrededores... ¡viejo seré pero no senil! –y un gato trepó erizado por la enredadera de los muros.
- Bueno... mmm... no sé... es que acá está el diario... el enrajado que lleva al patio de aquel restaurante... y la maleza con la basura... pero... mmm... –preferí callar.
- ¡Sï! Claro... feo el lugar, pero he visto peores.
Entonces metió todas las argollas en un bolsillo de la chaqueta y dibujó figuras con los dedos sobre la enredadera de una de las murallas. Yo sólo quería acabar, encontrar lo que fuera y salir de ahí; y teniendo tan cerca la avenida principal no podía moverme por un temor profundo. Acabó sus monigotes en la nada y sonrió diciendo:
- Sabe, tal vez fue en una de mis tantas andanzas por negocios, borracho con quién sabe qué cosa, y dejándolo suelto creciendo a su gusto. ¡Ja! ¡Qué lindo era el bruto! Aunque me ha extrañado el no saber nada de él por un buen tiempo... ¿Estará enfermito?
“¿Enfermito?”, pensé yo, imaginándome a un gato negro rechoncho o a un perro enorme, hocicón, de orejas cortas y patas largas. Y no, no se refería a eso.
- ¿Y la cueva? –me preguntó.
- ¿Cueva?
- Sí, cueva. Había una, pero no la encuentro.
- Eh... a lo más, señor, una placa... una placa conmemorativa por el mito... –le respondí.
- ¡Ah! ¡Un mito! –me interrumpió de pronto- Uno de mis encantos, esos mitos... ¡Sí pues estimado! De esa cueva le hablo, no de otras, ni de roca ni de piel.
No lo podía creer. No era cualquiera, sino que era la cueva, su cueva, la del cuento del puerto taponada un siglo atrás, captora de niños y transeúntes perdidos cuando todavía no existían tendidos eléctricos ni celulares, incluso antes de los troles.
- No lo cree... Que novedad. Si ya ni creen en el Grande menos creerán en el cornudo de abajo –dijo desencantado mientras se tocaba la frente, y recién di cuenta de dos bultos que le sobresalían de la sien-. Claro, hoy en día los medios te facilitan el trabajo, pero pierdes el derecho de autor... –se acalló; no sé cuánto tiempo pasó, pero me agradaba más cuando conversaba. Hasta que continuó- ¡Ah! Y claro, mi cueva, la obra de un creativo como yo... ¡Ja! ¿Y usted dice que hay una placa? –y se puso a tantear hasta encontrarse con ella- Que lindo gesto...
Y fue entonces que me hizo a un lado y, de un solo manotón, arrancó malezas y concreto, abriendo en medio un socavón profundo. Metió su mano en la chaqueta y me pasó las cinco argollas, las que con sólo separarse del viejo resplandecieron, y al sostenerlas con ambas manos noté que parecían ser de plata.
- ¡Muy bien! –dijo satisfecho, como disfrutando de un juego- ¿Tiene fe? No se preocupe, que lo que se viene son jugarretas de mi niño... Quédese detrás mío y quizás le agradezca al final con un trago... ¡si es que no me lo convierte en imbunche!
Se metió dos dedos en la boca y, al dar un chiflido, se asomó desde la cueva una nube pestilente, penetrante y asquerosa. Antes no conocía el olor a azufre, pero luego de esa noche, ¡no lo olvidaré jamás!
Entramos. Si ya afuera el hedor era insoportable, allí dentro la náusea me sobrepasó, dejando en la entrada el menú de todo un día. Había plastas enormes de alguna alimaña extraña, rastros de porquería y quizá qué clase de mugres... enormes moscos verdes revoloteaban alrededor y pulgones, como nunca había visto en mi vida, saltaban y me picaban incesantemente. Y pensar que todo eso estaba detrás de un restaurante de primera clase...
“Lo que se viene son jugarretas...” ¡Ni que jugarretas ni nada! ¡Monstruos, todos fétidos y oscuros entre su mierda! ¡Todo lo que se sentía era ira y pánico por toda la negrura del lugar! Apenas distinguía los quejidos y llantos, graznidos horribles, culebrones trepando por entre las piernas y chivos corriendo furiosos a nuestro alrededor.
- Escándalo, nada más –me aclaró tranquilo mientras aplastaba cabezas de serpientes, estrellaba cuervos contra las rocas y torcía los cuernos de los carneros-. Ya queda poco, no se preocupe.
¡Por supuesto! Cómo preocuparme si andaba con el mismísimo Diablo...
Nos adentramos un gran trecho debajo del cerro Concepción hasta que, cerca de lo que parecía ser el final de la cueva, nos cerró el paso un grupo de criaturas grotescas con las piernas torcidas, esclavos quizás, cuidando a una bestia de cuernos largos y barba espesa de un grueso pelaje negro. La mascota perdida del Patas de Hilo era un estupendo macho cabrío: el Chivato.
- ¡Ya amigazo! Al fin, ahí está mi bichito. Aquí lo necesito a usted más que antes –dijo en tono seco pero sonriente, a la vez que se sacaba la chaqueta y la corbata para luego arremangarse las mangas de la camisa.
- Eh... pero... esas... esas cosas –dije ya apunto de llorar.
- ¿Esas? ¡Que nada! Imbunches... chistes de mal gusto...
Y con un simple “buh” los espantó, saltando despavoridos en una pierna a guarecerse detrás de las inmundicias. Lentamente el Chivato se alzó y resopló fuerte por su nariz ancha. Noté una crueldad incontenible en sus ojos y me había parecido sentirlo cargar una fuerza fuera de este mundo, golpeteando con una pata de casco partido el suelo de roca. Temí lo peor.
- Tome las argollas que le pasé, ¡pero no se las muestre por lo que más supone que quiera! –me gritó el viejo, siempre contento.
Pacientemente se le acercó con los brazos extendidos dirigiéndose a la cabeza. El Chivato retrocedió y se hincó luciendo sus cuernos afilados en señal de ataque. Y sin apresurarse en ningún momento, el viejo le tiraba besitos y palabras dulces. Yo no resistí más y lloré.
“Mi niñito... chiquito... sí, niñito, aquí está...”, decía una y otra vez acercándose sin apuro, hasta que de pronto lo sujetó de los cuernos con sus manos anchas y forcejeó obligándolo a caer. El rostro del viejo se puso colorado traspirando la gota gorda, volaron chispas de la tomadura de cuernos y la inmensa bestia pataleó insistente una y otra vez, y a cada golpeteo al piso retumbaban las paredes hasta comenzar a agrietarse el suelo. ¡Qué cantidad de barbaridades dijo el Patas de Hilo! Unas veces comprensibles, otras en no sé cuál idioma... Y cuando ya ni el llanto me salía, al fin, lo tumbó.
- ¡Hey! ¡Ya, deje de mirar y apresúrese que no sé si me lo podré! ¡Tome las argollas y colóquele una en cada pata!
Y así lo hice. Muerto de miedo, moqueado por el llanto y aturdido, fui pata por pata colocándole las cosas esas asustado a que se le soltará y me viera con uno de esos cuernos metido en quién sabe donde. Y extrañamente las argollas se tornaron opacas al contacto de su piel. Sólo quedaba una por colocar.
- ¡Ni que lo hubiesen bendecido amigo mío! ¡Ahora acérquese no más y póngale esa en el cogote antes que se me escape... o se pondrá a patear y su esfuerzo habrá sido en vano!
“Una más... una más... y fin, ¡acabo o me cago!”.
Metí hasta los codos entre el espeso pelaje negro y le coloqué la argolla sin tanta dificultad como con las otras; pero al momento de sacar mis manos las tenía arañadas y hediondas. Miré al rostro del viejo y éste grito mordiéndose el labio inferior:
- ¡Ahora, échese para atrás!
Apenas me gritó salté y tropecé. Soltó al Chivato y éste pataleó enrabiado, meneando su inmensa cabeza queriendo sacarse las argollas y empezó a girar en círculos, gimiendo por todo el nicho con los ojos henchidos de sangre. Estuvo así por un buen rato hasta que al fin se recostó y quedó rendido, durmiendo. El Patas de Hilo se le acercó y le susurró algo en la oreja mientras le acariciaba el lomo. Y aún así, a pesar de ese cuadro extrañamente enternecedor, el estruendo de su brutal respiración me atemorizaba. Volví a llorar. El viejo se arregló la camisa, desarmó la corbata y limpió su sudor. Y cuando vestía su chaqueta, me dijo:
- Que aventura, ¿no?
No le contesté.
- Amigazo, dejemos que los imbunches me lo carguen a casa. Nosotros, salgamos de este hoyo y descansemos con algún trago. Yo invito.
Aún guardo el pagaré de todo lo que tomamos en un antro del Barrio Puerto, en el cual este señor supuestamente tenía crédito, dejándome solo con inmensa deuda mientras iba al baño... ¡Y sí! aunque nadie me crea, ¡existe! Ustedes lo huelen y culpan a gatos y a las meadas de los borrachos, y por mucho que halla una placa conmemorativa detrás de El Mercurio, siguen subiendo temerosos porque algo se siente por ahí. Y aunque se haya enfermado y el mismísimo Patas de Hilo haya venido a buscarlo a Valparaíso, el Chivato pronto regresará.

Texto agregado el 10-02-2006, y leído por 592 visitantes. (0 votos)


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