ARAEL, ÁNGEL A MEDIO ANDAR
A R., Lucía Maga
“No pido una función perfecta. Me conformo con partir, volar de buena manera”, le susurró al oído antes de ir al último ensayo luego de desayunar frutillas. Entonces Eloy echó un vistazo a las fotografías del velador, revisó que todo estuviese en orden y, mirándose al espejo manchado con lápiz labial, leyó en una papeleta pegada un mensaje invitándole y comprometiéndole a que fuera a Barón para verla en su ansiado debut. La rasguñó con el índice y, formando frases llenas de espontaneidad, se sintió inspirado a declamar:
A mano izquierda y a pierna contraria,
un ángel a medio andar iniciándose a poca altura,
un ángel a medio andar...
Y con mala, muy mala poesía en mente, vistió su abrigo. Apagó las luces, cerró con llave la crujiente puerta del departamento y bajó del cerro para encaminarse tranquilamente a las viejas bodegas ferroviarias sin sospechar que pronto, lo que tenía como querido, se le iría sigiloso al nocturno cielo raso.
Las campanas de la catedral indicaban las siete, a tiempo para servirse en el trayecto una rica leche humeante de máquina; y mientras revolvía la espuma de la taza le hizo gracia recordar la risa de Araceli al darle la noticia sobre la presentación que iba a llevar a cabo, siendo seleccionada entre otras estudiantes del taller como la protagonista de una obra inédita. Celebraron su primer minitriunfo como “artista” en un costosísimo café porteño con tartaleta, amaretto y galletones de avena, y si mal no recordaba había sido en una fría noche de miércoles, semejante a la que transcurría, en la cual ella le había hecho entrega del boleto pálido con asiento preferencial, notando el peculiar nombre de la compañía escrito con letras magentas: “Ensoñación Jodorowskiana”. Ya con ese título sospechaba que se encontraría con asuntos extravagantes. Y claro, así fue. Nunca imaginó que vería juntos a tantos personajes extraños compartiendo ideas, ideales e ideotas, tomando gatos tintos en una carpa acomodada al interior de un galpón de la Exmaestranza Barón llena de fierros oxidados, clavos torcidos y durmientes astillados, teniendo al rugido del mar como compañía.
Ya satisfecho salió del local, retomó su camino y repasó en su mente las indicaciones que acompañaban a los palotes dibujados en el cuadernillo que espió una vez: “con un charlotte y una araña... araña uno a araña dos, girando con mano... mano abajo, juego de aperturas y en arco la espalda“. Eran los apuntes de Araceli con sus feos monigotes; un ejército de palitos cabezones de pie o arrodillados, girando y doblando las cuerdas, rayones entrometidos con garabatos a cada tanto, algunos de cabeza sostenidos de una línea, otros volando de manera extraña... “Enganche y corva... del murciélago al ángel... ¡y porqué no! Un Cristo también...”.
Llegando al cementerio de troles, y cruzando la Avenida España, la Exmaestranza se abría en un paisaje sombrío de locomotoras y carros desmantelados. Dando pasos inseguros entre rieles atravesó el pozo de cambio y se acordó de la presentación basada en el cuento “Primer mal, el artista del trapecio” de Kafka realizada el verano pasado en el mismo lugar, siendo una de las principales inspiraciones de Araceli para su deseo de actuar en un circo-teatro. Dejando atrás tal museo olvidado de los F.F.C.C. notó una estrafalaria fila formada por padres jóvenes, no más allá de los treinta años, tomando de la mano a sus críos; también había grupos de poetas-barbones-mendigos haciendo “vacas” con el sencillo que traían encima, y una amalgama de quinceañeros llenos de insignias y parches tarareando un ska con versos que parecían ser de Rokha, además de señoras pintarrajeadas para la ocasión y uno que otro estudiante de alguna facultad de humanidades. Le tocó su turno en la taquilla, sacó el boleto y se lo entregó a la chica que atendía, cortándolo a la mitad mientras le mencionaba los diversos servicios brindados en el interior; pero Eloy no le prestó mucha atención pues leía el programa en la gigantografía de la entrada: “CERCA DE ARAEL, ÁNGEL A MEDIO ANDAR”, el nombre de la obra luego del primer descanso, pues antes iba a ser el traqueteo de ilusionistas, malabaristas, payasos y la venta de choripanes con pebre junto a vino caliente como entretiempo. Se hicieron dos últimos llamados por los altoparlantes; ya pronto a partir la anunciadora daba aviso del singular programa, las diversas estaciones, shows y nombres emperifollados de los artistas con sus muchas frituras caseras vendidas en mesones a un costado de la carpa administrados por el propio director de ceremonias.
Entró a la carpa cobrando su vaso de navegado (el cual venía incluido con el boleto) y se acomodó en su asiento preferencial, sorbeteando gustoso el vino caliente hasta llenarse de hipos. Entonces sonaron trombones avisando el inicio de la función. Muchas eran rutinas viejas pero no añejas, una mezcla rara de elocuencia a lo Maerceau con el callejeo del Caluga, acabando con aplausos tanto del público como de algunos tramoyas entre las butacas. “¡Esto que hacemos es un bien para la humanidad!”, gritaban los payasos-saltimbanquis haciendo trucos de cajas finlandesas voladoras; la música venía de inmensos bronces y tambores con un trío de esforzados contrabajistas; había zancos incandescentes, sendas sombras chinescas representando crónicas del Oriente, mimos vociferando citas existencialistas, espuma de artificios alrededor de la pista principal y el fin de la primera parte con graciosos quiltros de todas las formas y colores ladrando a gusto una jamsession con algo de bebop. El descanso estuvo constituido por dos choripanes comidos con ansiedad, pues Araceli, la razón principal de Eloy para estar en tal “ensoñación jodorowskiana”, pronto iba a ejecutar su obra ensayada por meses de la cual tanto le hablaba a la hora del desayuno. Y escondida en la oscuridad de ese público atento en sus panes batidos y chorizos, en la parte más elevada de la carpa cercana al tejado roto del galpón, una figura planeaba introducir cambios improvisados en la obra “Arael”.
Se apagaron los focos, el albor de la luna rebotó en los bronces de la orquesta, la punta de los cigarros encendidos parecían luciérnagas jugueteando en la negrura, sonaron los “bips” de celulares desconectados, unos a otros se acallaban y una hormiga de patitas picudas recorría la espalda de Eloy, sensación sugerente del frenesí. De un estallido y nubarrones de humo apareció el director de ceremonias con rostro grave y colorado. Levantó sus brazos y, dirigiéndose al público desde el centro de la pista, gritó:
- ¡Señoras y señores! ¡Lanas y alternos! ¡Es para mí un agrado presentarles una de nuestras últimas adquisiciones, una nova emergente digna de admiración entre los recién iniciados en el esforzado arte de los maderos colgantes!
Realizó una pausa. Sólo se oía el alboroto de las gaviotas a las afueras del galpón. El director echó una mirada cautelosa como si quisiera acaparar aún más la atención del público. Eloy terminaba de limpiarse las migas de las encías.
- ¡Rescatada de la cruel monotonía, alcanzada por el atrevimiento y deseosa por el suspenso entre sus delgadas pero firmes manos...! –cada vez se ponía más colorado- ¡Silueta de creación y ruda serenidad, me complace presentarles...! Pero antes de presentársela... ¡quiero que den un gran aplauso!
Los aplausos partieron apagados y Eloy dejó de masajearse las encías atento por lo que estaba por suceder. Y continuó el director sutilmente nervioso por el pobre recibimiento:
- ¡Les presento a Araceli! ¡Araceli en “Cerca de Arael, ángel a medio andar”! ¡Fuertes los aplausos! –y se desgarró la garganta a la vez que giraba los brazos al cielo- ¡Que los quiero escuchar! ¡Fuertes los aplausos a nuestro ángel, Araceli-Arael!
Al unísono todos los reflectores se encendieron trepidando en halos verdes, amarillos, azules, rojos, enfrentándose unos con otros para acabar en un único haz reluciente; y entre brillos que encandilaron, millares de picadillos multicolores cayendo del cielo, redobles y reflectores jugueteando rabiosamente, una figura preciosa, menuda pero ardorosa, se destacaba: el ángel de lycra púrpura con labios de perla, rostro cándido, pies descalzos, manos espolvoreadas. Ella, quien yacía en medio del todo, sujeta y entrelazada a un grueso cordón que se perdía en la altura con el pelo tomado el cual lo traía corto desde su último mediodía... y “es que las sutilezas del artista lo exigen... exigencias en el alto cielo del trapecio...”, le dijo en la mañana mientras comía frutillas. Una algarabía surgió de pronto por parte de los espectadores; y nadie alcanzó a notar el estrepitoso latir de su más cercano admirador perdido en el recogimiento de aquella imagen que no veía del todo pero que la reconocía por sus contornos femeninos. Lentamente los aplausos se acallaron. Araceli subió ligeramente por el cordón hasta alcanzar con su brazo el trapecio, y balanceándose de atrás para adelante se sentó en el madero con las manos blancas afirmadas a las cuerdas, con el rostro sereno visible desde todas las localidades.
Aún de pie, Eloy sonreía encantado, casi tocando en su fantasía el madero en que se hallaba Araceli. Y le transpiraban las manos.
Entonces, el silencio. Sonaron las primeras notas de un órgano para continuar con un bandoneón serpenteante, algo que parecía ser “Marejadilla” de Piazzolla que llevaba al ángel Arael a representar inspiración, pulcritud y sosiego pero a la vez intensidad; brazos delgados con músculos estrechos y el sudor en la frente descubierta destiñendo poco a poco el maquillaje. Sentada dobló sus rodillas y colocó sus manos en torno al madero, se arrojó de espaldas y se sujetó por el doblez de sus piernas, quedando de cabeza realizando maromas con las manos y agitando airosamente pliegues de seda roja que se escondían en los extremos del trapecio. Arael se rehacía en diversas figuras, torciéndose sin descanso para crear oleajes, ya fueran flameos o representando corrientes de agua o el soplido tenue de vientos calmos mientras agitaba otros lienzos ahora celestes. Entre las suaves piruetas Eloy parecía reconocer el concepto del ángel del vuelo espiritual hacia Dios, aquel que inspiraba un cambio interior partiendo desde las fuerzas más elementales y contradictorias, pero equilibradas, para reencontrarse con el todo; pero era el dolor cotidiano el que separaba al individuo del Creador a pesar del esfuerzo del ángel, lo que evitaba ese acercamiento y la comprensión de lo sencillo que parecía encontrarse en el lograr ser no una creación individual más sino un continuo de calma inacabado... o algo así... una reunión de espíritus para conformar una única gran entidad, calma interrumpida por el dolor, el único elemento que Arael creía entre los seres humanos como sentimiento crudo y certero que les dejaba en claro el que estaban con vida. El ángel continuó girando y arqueando la espalda, antebrazos tensos y pies descalzos enlazados con la mirada fija a la negrura desafiándola a pesar de serle desconocida; y luego las pantorrillas rígidas apoyando la sien en una de las cuerdas con los brazos arrancados hacia atrás: un aparente clamor que concluyó en una última bajada sujeta con las manos y balanceo, cabeza gacha y jadeo lento pero tortuoso.
Y de los torcimientos finales siguieron las crisis. El bandoneón acabó, las luces se atenuaron y el fuego de artificio se inició en la pista. Chirriantes contrabajos retumbaron con grotescos pellizcos a las cuerdas, gritos graves resonaron junto a un trombón malintencionado creando un cambio en la armonía de las escenas: cerca de Arael, los padecimientos atemorizaban a cualquiera. La trapecista se agitó en movimientos que hicieron pensar que caería sin remedio al suelo encendido; la violencia de las acrobacias desconcertó a los espectadores más fuertes mientras los sensibles lloraban acurrucados a sus acompañantes aferrándose temerosos por lo que podría ocurrir. De un lado a otro el trapecio fue cobrando fuerza como un péndulo sin control, mientras el ángel, con sus manos extendidas, rozaba las cabezas de la muchedumbre alterada en los sitiales más altos alrededor de la pista. La angustia no parecía acabar; la gente corría despavorida tapándose los ojos por la desgracia que intuía iba a suceder; los quiltros aullaban y se encogían meados al lado del domador; el director de ceremonias trataba de mantener todo bajo control, tironeando de las solapas a los tramoyas para que hiciesen algo y evitasen un desastre mayor; los padres desconsolados abrazaban a sus hijos que no comprendían del todo el motivo de la alharaca; los panes y los chorizos se quemaban, pues los artistas de nombres emperifollados habían abandonado sus puestos para acercarse a la pista central y contemplar todo aquel cuadro estrafalario que se había armado al interior de la carpa. El común del público empujaba hacia fuera, queriendo salir de ese ajetreo que les parecía extraño, abrumador; pero quienes estaban fuera, artistas en su mayoría, se sentían atraídos por la fuerza colosal colocada en las formas que lograba el ángel Arael, empujando hacia dentro y chocando con el resto hasta formar un grueso murallón de desgarros y llantos de toda clase. Y Eloy sólo atinó a desesperar callado, sobrecogido de pronto por la petición que Araceli había hecho en la mañana antes de partir: “no pido una función perfecta...”.
Los instrumentos lanzaron alaridos desafinados, cual animal moribundo en sus últimas andanzas antes de desfallecer, y cuando ya la penuria sentida por el ángel no parecía serle comprendida, saltó...
Y de la alta techumbre a la alfombra en llamas de la pista, como un leño pesado al fuego, una sonrisa acompañada de un último guiño quizá de despedida lució un “nos vemos pronto” a alguien muy en especial entre la multitud.
...ángel de tela y trapecista de plomo...
Eloy arrancó del circo antes de la llegada de las ambulancias deslizándose entre viejas histéricas, quinceañeros citadores de poemas malditos, payasos consolando a jovencitas destrozadas, bufones especuladores, niños extrañados preguntando por la desaparición de la niña del trapecio, mimos proponiendo conjeturas asombrosas, un domador escabulléndose con sus quiltros junto a una garrafa de vino, técnicos aproblemados con los choripanes quemados, poetas-barbones-mendigos sacando provecho del pánico buscando en cuatro patas comida o cosas de valor tiradas al suelo, tramoyas preguntando por la llegada de los canales de televisión o de algún periódico local para dar la exclusiva... El director de ceremonias ordenó cerrar las compuertas del recinto y apagar el fuego de la pista para luego buscar, junto a tramoyas y bufones, el cuerpo destrozado de la trapecista. Sin embargo, para la sorpresa del director, encontraron el traje de lycra púrpura vacío hecho cenizas dando inicio a un nuevo alboroto entre el gentío, surgiendo entonces la fe, los milagros, los creyentes, San Expedito, golpes en el pecho y bromas de mal gusto. No había rastros de Araceli-Arael.
Aturdido y a oscuras Eloy dio con la salida del galpón trepando entre los durmientes apilados hasta toparse con el domador sentado en uno de los rieles, acompañado por algunos de sus quiltros, borracho y empapándose de apoco por la neblina porteña. Le hizo un gesto sin mucho sentido con la cabeza y éste borracho le contestó con un brindis que decía: “mira al cielo... mira al cielo... ¡Y salud por los altos vuelos!”. Extraña manera de despedirse, la cual no consideró con profundidad porque debía airear sus ideas, cruzar corriendo y con cuidado la Avenida España en busca de soledad para empezar a encajar todo en una larga caminata madrugadora hasta el departamento, relajar la pena en la garganta con algo de café y tal vez un cigarro. Así inició un viaje poco sensato entre callejones húmedos, sin lluvia ni truenos pero con neblina, mucha bulla de micros, trombones, risas evocadoras, fuego, circo, dedos torcidos con talco y un vino caliente con naranja y canela. El dejarse llevar por las impresiones de la noche que ya había acabado ya casi lo tenía absorto en un sopor sugerente, pues no se había permitido dormir desde el instante en que fue el salto de Araceli, repasando una y otra vez su guiño de despedida, cuerpo delgado y pelo tomado, buscándole algún sentido a lo acontecido mientras vagaba de cerro en cerro, de pasaje en pasaje convirtiéndose en un fumarola ensimismado, doblando en su mano la misma mitad del boleto ya desteñido y desmenuzado en las puntas. Entonces lo dobló por última vez y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Ya el frío no lo soportaba, y luego de abotonar por completo el abrigo, se quitó un par de goterones salados que caían sobre las mejillas. Así, el transitar por las calles en la madrugada fue cobrando otro sentido, semejante a una borrachera estrecha y sorda con el tiempo maleado entre los semáforos, completamente ausente a través de las cuadras desiertas. Perdido en uno de los cerros subió embobado hasta un nudo de callejuelas con jardines de calas empapadas rodeado por casonas de enormes ventanales dirigidos al plano. Y cuando se cansó de transitar por las calles intuyendo repentinamente lo acontecido dentro del circo como la naturalidad especial de Araceli, miró al cielo y decidió regresar al departamento de una buena vez a tomarse un delicioso café en la cocina mientras esperaba paciente el retorno de la magia de quien tenía como querida. Pero antes pasó a la primera panadería que encontró abierta para iniciar una nueva mañana con algo de pan, bastándole cuatro hallullas, un pote de margarina, una caja de crema y pañuelos desechables. Pagó en caja y al salir reconoció a su puerto todavía adormilado. Subió las mismas escaleras y en uno de esos tantos segundos pisos metió la llave, abrió y entró al mismo departamento crujiente. Tal cual como la había dejado, la papeleta todavía yacía pegada en el espejo; se dirigió a la cocina y empezó el rito mañanero rascando los agujeritos de una de las hallullas. Y de los agujeritos repartidos por la masa pasó a mirar a través de la ventana el revoloteo de las gaviotas un poco antes del amanecer. Desde abajo, justo encima de los maceteros, las calas apuntaban al cielo, y el cielo le era de oscuro marfil sobre el edificio pero perfilándose tornasol a lo lejos en el horizonte. Dejó la hallulla sobre el estante, abrió la caja de crema y llenó la tetera de agua hasta el tope colocándola sobre el fuego, y mientras esperaba el hervor citó las primeras reglas del taller escritas en el mismo cuadernillo que alguna vez le espió:
1. Prohibido caerse,
2. y nunca cerrar los ojos.
3. Nunca nunca soltar las manos de la barra,
4. y no hay que tener miedo del trapecio...
5. ... pero tampoco hay que perderlo por completo... aunque eso ya no es tenerle miedo, es tenerle respeto...
Calentó los panes, preparó dos tazas; en una echó dos de café y tres de azúcar, agua recién hervida y, al terminar de revolver con un brindis por los altos vuelos, Eloy, un creyente insalvable, sacó el boleto doblado de la camisa y sonrió al escuchar el crujir de la puerta junto a la llegada de un aroma inconfundible de frutillas:
- ¿Sabías que un ángel a medio andar, en secreto, reside por aquí...?
Era otro amanecer atornasolado, algo diferente de los demás a pesar del mismo aroma en la cocina. Y traía un dedito chueco chamuscado. |