Cada vez que me enamoro, sufro. Y eso me ocurre a menudo. Sería distinto si sólo me enamorase de una persona, un nombre, un sabor, un olor, un aire, unas nubes, una aurora boreal, un mar, un melocotón, un encaje, un filtiré, un tacto de terciopelo y seda. Pero no, sobrevivo a diferentes amores que se destilan y empañan el cristalino en forma de gotas que nunca acaban de relajar la presión de mis emociones internas. Sueño. A veces sueño con que me desvisto y dejo sobre la silla una blusa de satén donde se van estampando mis diferentes amores y allí quedan para que no se me amontonen dentro y me produzcan ese pequeño arañazo de dolor. Dejé Córdoba porque me mareaba el azahar del patio de Los Naranjos y me daba en el pecho, nada más pasar la puerta, el olor umbrío de la Mezquita. Dejé Lucena, Priego y Espejo porque, cada vez que pronunciaba sus nombres, se me aceleraba el corazón. Me regalaron un billete de tren para Huelva y lo acepté porque, ilusa de mí, creí que encontraría un poco de desamor. En seguida supe que aquel lugar tenía su río tintado de rojo, muchos colores de tierra removida, vías y trenes abandonados y un nombre que pasa la lengua por la piel : Tharsis. Y allí estuve removiendo dunas y secando salinas interiores sin dar abasto, entre adobos y pescaditos fritos y el agua teñida de sangre falsa y el mar intenso y estirado y las olas con sus rizos de encaje entrando en la playa de Punta Umbría. Y más gambas en cucuruchos y cervecita en la calle. Entonces llegó él con su color de aceituna, y puso una mano en mi brazo como muchos otros habían hecho antes y fue una caricia. No sé qué quería venderme, porque sé que algo quiso venderme, pero sólo recuerdo que las mesas y las sillas de plástico blanco, el cartel del restaurante “El lobo de mar”, las gaviotas caminando a pasitos cortos entre caparazones de nécoras y patas de cangrejos, el mar indivisible del cielo... Todo desapareció. “Sufre mal de amores”, dijo una enfermera de nombre Violeta de la que también me enamoré. Y me dio una pequeña receta para soportar tanto amor. “Un pellizquito en el brazo, poca cosa, lo justo para equilibrar” Me fui con él, color de aceituna, a Alejandría que es un nombre lindo, lindo de verdad y al que estoy prendida con un imperdible del que no me quiero soltar. De vez en cuando, un pellizquito en el brazo, lo justo para equilibrar. |