Entró sin más, con su puro suavemente sujeto entre tres de sus dedos. Se llama Manuel Olivera y, aunque le encanta disimular que no tiene dinero, es un pésimo actor. Detalles como la marca del puro o del reloj nos invitan a pensar que es un bohemio, con gusto, y dinero. Sus mayores problemas en la vida, ante los ojos de su público, eran elegir el licor más acorde a la hora, el mejor vino con el que regar sus platos, la mejor compañía cuando se ha de estar solo; qué película visionaría.
Comenzó a rumiar el puro entre sus labios. Lo oscilaba de acá para allá y, luego, cuando recordaba, entre devaneos y diremes, que estaba fumando, inhalaba un humo tan recio, húmedo y, según todos los hechos, tan caro, que cuando exhalaba a su huésped no podía sino cambiar su faz a un rictus aristócrata. Menos mal que su ego sólo necesita el tiempo de una bruma en tornarse ambigú, para volver en sí y regresar a su aspecto original.
Rumiaba, decía, esta vez algo tan complejo como la correcta interpretación de dos sinapsis fílmicas que le decantaran por una, Mystic River, u otra, Te di mis ojos.
Pero entre dichos rumiares acabósele perdiendo la mirada hacia una lujuriosa imagen. Una escena digna de cualquiera de sus cinematográficas causas de dilema existencial. Cómo sólo la mujer, absorta en sus cutículas, sin ver nada más allá de su mano, era capaz de extasiarle así, aún su intelecto no definía un final; fue sólo un instante, concreto y definido, pero cuando aquella mujer comenzó a tararear un viejo cantar, ajeno a su conocimiento, a su querido hijo ausente sólo, fisícamente, su corazón se iluminó, con una fuerza tal, Oh, Dios, siento que esto fue algo maravilloso, que buscó asiento en una butaca del ligero mobiliario. Y respiró, profusamente, regalándose ese instante.
Durante esos momentos, su mirada había cambiado, aunque tornóse estéril pasados estos; su expresión, eso sí, más calma, se diluyó junto a su cuerpo.
Manuel Olivera observó sus manos por un segundo, cogió entre tres de sus dedos su puro, resopló gustoso su ligereza, apagó el cigarro, se levantó, pensó un número y dijo para sí, Cualquier película será buena, Manuel.
Feliz, comenzó a caminar hacia la sala escogida. Las luces ya estaban apagadas. |