“De tarde en tarde alguna ráfaga
hacía circular sobre el paisaje
jirones dormidos de bruma”.
Knut Hamsun.
Dicen que no vieron la luna, que no apareció en todo el año. Otros lo achacaron a una fuerza sobrenatural, casi un castigo ejemplarizante contra los mundanos derroteros que escogían los cada vez menos humanos. Lo cierto es que la lluvia no cesaba, era excesivo tiempo el que transcurría sin que la lluvia no dejara de estar presente. De día y de noche, a cada momento, un llover incesante acompañaba cada quehacer, cada paso del mundo cotidiano que, a fuerza de su constante insistencia, podría decirse que se había convertido en algo familiar. En otros momentos, sin embargo, tal insistencia, muy lejos de acostumbrarnos, se volvía pesadamente odiosa, casi podía llevarle a uno al límite del sinsentido. Y luego, volvíamos a aceptarla, como un hábito ya inevitable, irremediable, casi parecía invencible.
Aquella mañana se levantó como siempre, acercándose a la ventana. Las gotas chocaban contra el cristal, estrepitosas, dibujando caminos de agua. Parecía que el día llorase, gris, agobiado también por el caer inagotable. Como lágrimas desbocadas, locas por buscar una salida, las gotas serpenteaban ramificando sus brazos líquidos. En uno de sus intrincados laberintos, los tentáculos de agua esbozaron algo parecido a un corazón y, entonces, como si despertara, le fue llamando la atención hasta que dio un respingo. El tono rosa del fondo, antes difuminado, cobró viva realidad, concretando su forma y, así, pudo distinguir el chubasquero rosa de la pequeña Patricia. Ella cruzaba la calle sola, pegada a la valla blanca, de madera, que bordea la casa. Desde la valla hasta la entrada hay un tramo amplio, adornado de jardines con rosales bien atendidos, con los setos recién podados y bien cercados, delimitando espacios. El pasillo central era de terrazo rojizo, punteado en los bordes por una cenefa de arabesco. En las esquinas de cada parcela ajardinada, inmensos tiestos, pétreos, imitando jarrones grecolatinos, sostenían variedades desconocidas en el continente de arbustos perennes. Y la puerta de la verja, negra, metálica, pues el antiguo portalón de madera, con tejadillo incluído, sucumbió al paso inexorable de los años.
La tía Silvia cuidó la casa con esmero, aunque se puede decir que fue después de su muerte cuando la casa adquirió el tono renovado que hoy conserva. De hecho, él mismo se preocupó de que la valla exterior fuera restaurada de nuevo y pintada cada año.
Le cogió especial afecto a aquel torreón, bajo y ancho, en un costado de la mansión, pero que sobresalía por encima de ella con su cúpula brillante de pizarra negra, sobre todo ahora, mojada, con la lluvia. Le daba al resto un toque señorial, un aspecto acaudalado de digna tradición y elegante modernidad bien hermanadas. Por eso se trasladó a las habitaciones de aquella parte del torreón, en realidad, al enorme salón de grandes miradores que por su extensión perfectamente podría servir como única vivienda.
La pequeña Patricia hacía ese mismo recorrido cada mañana, al colegio, excepto en verano, cuando acababan las clases, pero… ¿quién se acordaba ahora del verano? No había existido, parecía que había estado lloviendo toda la vida, siempre. Parecía imposible imaginar otro estado diferente a la lluvia, aunque todos lo desearan. Hasta el carácter de la gente se agriaba, tornándose más arisco y reservado. Había que salir a la calle, había que trabajar, estirar las piernas y entablar ganas de conversar, en algunas ocasiones, pero la maldita lluvia no cesaba, haciéndolo todo más incómodo.
Sin embargo, aquellos interminables días, tristes y oscuros, sirvieron para finalizar el asunto que llevaba entre manos desde hacía tanto tiempo. Antes había preparado los materiales durante meses, seleccionándolos convenientemente y mezclando cada pigmento con meticulosidad hasta lograr el tono deseado. Fueron incontables las combinaciones de colores que se sucedieron hasta dar con la gama perseguida y, después, con el tono definitivo. Tantos y tantos fueron los meses que duraron las pruebas que transcurrieron años. La lluvia vino a complicar las labores, confió en que mientras durasen los preparativos la condenada lluvia cejase en su empeño, pero continuó ajena a otros planes que no fueran tan obstinados como los suyos. Para ganarle tiempo a la lluvia, se ocupó en ir almacenando los colores conseguidos en aquellos botes metálicos. Destinó la parte baja del edificio a ordenar matemáticamente en hileras toda aquella colección de botes de color rosa, un rosa de tono vivo, chillón, imposible de ignorar y así diseñado, con escrupulosidad de alquimista, precisamente para no pasar desapercibido.
Todas las habitaciones de la mansión fueron de este modo llenándose de botes de color. Luego, los pasillos, las salas y, en vista de que la impertinente lluvia obstaculizaba el proyecto, siguió pintando los objetos, los muebles, las paredes repletas de rosa, los marcos de las puertas, las puertas y los pomos, las cerraduras también. Los cuadros antiguos que adornaron durante lustros los grandes salones acabaron por sustituir el retrato y los paisajes por el fondo rosa intenso, un rosa embriagante, enfermizo de su propia agresividad. Los techos y sus molduras también sucumbieron al rosa, incluso el cofrecillo de madera de la tía Silvia, donde guardó sus mejores alhajas y que tanto cuidó en vida. Así, el proyecto inicial de pintar la fachada y la valla, ante las adversas condiciones, se truncó para desgracia del interior de la casa. También las alfombras quedaron rosas, los interruptores, la gigantesca lámpara de perlas que presidía el comedor, lágrima a lágrima, una a una, de rosa… Y la lluvia impertinente, persistentemente advenediza, continuó como una maldición. No parecía que llegase el día sin que la lluvia acompañase cada latir, acompañando cada respiración… Ya había repasado cada rincón de la casa, cada objeto por minúsculo que fuese tampoco se libró de ser sometido al tono rosa más intenso inimaginable.
Fue la pequeña Patricia la primera que lo percibió. Cada mañana se había fijado, al pasar delante de la gran mansión, acicalada de su larga valla blanca, que una figura humana observaba asomada tras el enorme ventanal, ya casi se había acostumbrado a esperar su aparición tras el cristal cuando ella alcanzaba la altura del portalón principal. La lluvia atosigante le había impedido reconocer algún rasgo concreto en aquella figura lejana, allí arriba en el torreón, pero sabía que ese alguien aparecería a su paso y, luego, lo comprobaba de reojo, aunque refugiada en su chubasquero rosa. Por eso le extrañó que durante aquella semana no surgiese su fugaz presencia en el torreón, después de haberlo hecho puntualmente durante todo el curso escolar y también en el anterior. Por eso se lo contó a su madre al llegar a la taberna. A Violeta, sin embargo, las observaciones de su hija Patricia le parecieron traspasar más allá del puro significado anecdótico, por lo que puso en marcha enseguida toda la maquinaria investigadora.
Cuando los gendarmes, acompañados del pertinente permiso, penetraron en la mansión ya vaticinaban el extraño cariz de la sorpresa que les aguardaba. Exploraron la gran casa, recorriendo sus pasillos de color rosa, abriendo cada puerta rosa, apartando de su paso las cantidades ingentes de botes de pintura, unos vacíos, otros aún repletos de color, de un llamativo rosa, casi hiriente. Todas las galerías del ala norte rebosaban de botes de color, ordenadamente dispuestos en hileras. Subieron los peldaños rosas y, asombrados, se miraron entre sí, al contemplar los cuadros colgados, donde el rosa invadía desde los marcos hasta los fondos. La puerta de la sala alta del torreón se encontraba entreabierta y, cruzando el umbral, no atinaban a distinguir de entre los muebles y enseres de la habitación, contagiados de tanto color rosa, ebrios del color e incapaces para tratar de diferenciar los espacios. Por fin, le vieron. Le encontraron postrado en su cama rosa, sobre el edredón de idéntico color, tendido a lo largo con sus manos cruzadas sobre el pecho, sobre su abrigo rosa, con una ligera sonrisa rosa, una especie de mueca. Les costó un gran esfuerzo a los agentes dar crédito a lo que hallaron ante sus ojos, atónitos, un cuerpo humano enteramente cubierto de pintura rosa, desde sus cabellos, hasta cada pliegue de las orejas, las manos entrelazadas, la ropa, los zapatos rosas, los calcetines que dejaban entrever una pierna velluda de hombre, pero rosa.
Un remolino de gente se agolpó a la entrada de la mansión cuando sacaron el cuerpo cubierto en una funda de plata. El murmullo se elevó en el breve instante en que lo trasladaron dentro del furgón policial y, luego, continuó resonando avivado por las preguntas y los curiosos… Y continuó así, sonando breve, regular, constante, hasta fundirse con el otro sonar incesante, el de la lluvia que, lejos de regalar un descanso a las gentes de la población, insistía pertinaz y desazonadamente con su interminable caer de agua, de gotas de lluvia sin fin.
El autor:
http://sonrelatos.galeon.com
*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-
|