La luz lame la habitación con marejadas de la respiración de la cortina; me arrastra con su vaivén a tu cuerpo durmiente mientras nos coloca nuevamente en la conciencia de nuestro mundo: un mundo que se levanta imponente y nos acoge en esta cama de sábanas crujientes y aromas embriagantes, acompañados de nuestras respiraciones cíclicas y encontradas; murmullo que nos cobija y me deja leer con un dedo cada uno de las leyendas que se esconden en cada uno de los pliegues de tu piel infinita y escribir en tu rostro un gesto de noble aceptación reflejado en tu espalda y en la comunión religiosa de nuestra piel exhalada en un vaho cálido albergante de nuestra tranquilidad.

Y es en tal marasmo, en tal inexistencia nitcheriana que me pregunto si nos encontraremos una y otra vez en el resto del infinito de este nuestro mundo y si por siempre, una y otra vez, habremos de destruirnos hasta nuestro fin; si tendremos que sufrirnos tanto para que nos cobije nuevamente esta mañana suave que nos deja ser lo único que existe y que casi nos hace olvidar las llagas de las estacas de la traición –nuestro lazo fuerte- dejando en su lugar la esperanza del secreto del futuro; pero la mañana acabará en su sonrisa y este momento será parte de lo habremos de olvidar para, alguna vez, poder revivirlo en nuestras sábanas que son refugio de este silencio aprisionante del tiempo que promete empujarnos al fondo del abismo en cuya orilla nos encontramos en este nuestro despertar, donde me permito perder mi rostro en tu cabello sonámbulo y desaparecer hasta que el sol se vuelva mar y nos ahogue; entonces, sé que aún dormirás y habrá llegado el momento del que nos aferraremos en caída recordando y dañando nuestras viejas heridas hasta desaparecer al cruzarlas; pero aún es temprano, podremos salvarnos a pesar de las amenazas de la tumba de sol y vaciedad que no nos duda y me borra en desesperación, por la certeza de verte morir.




Yo ya he muerto, te beso dulce y me desvanezco en la marea.