El verde en la espalda
Hoy recordé a mi padre cuando encontré por casualidad entre mi ropa vieja, su viejo suéter, similar al que usaba Miguel Marín, portero argentino del Cruz Azul en la década de los setentas. No es que no lo recuerde, pero esta vez fue inevitable hacerlo con la faceta que más le hubiera gustado ser recordado, aquella que se ponía cada domingo para resguardar la portería del Club Deportivo Aurora. La playera verde del equipo tenía tantos aficionados como habitantes tenía el pueblo. Y no era para menos. Siempre daba la cara en los torneos regionales contra equipos de poblaciones vecinas. La rivalidad deportiva llegaba incluso al odio. Durante varios años fue costumbre levantarme temprano todos los domingos, al mismo tiempo que veía a mi papá preparando sus cosas para ir al campo de juego. Pero en esos últimos años, estaba de más hacerlo. Se vendaba los tobillos, se untaba árnica en la espalda y luego venía el proceso con ayuda de mi madre para colocar la faja. En una mochila guardaba el suéter idéntico al de su ídolo, los botines y los shorts. Nunca usó guantes.
Ese domingo de 1988, no se llevaría a cabo un partido cualquiera. Era la final de la liga regional, contra el Deportivo Hernández. Habían pasado poco más de diez años desde la última vez que el Aurora había llegado hasta esas instancias. El campo donde se jugó ya no existe. En su lugar fue construido un fraccionamiento. Lo que más recuerdo es su superficie rasposa. La tierra era dura, casi de lija. Todos los jugadores terminaban el partido con las rodillas y antebrazos ensangrentados. Llegamos al campo, y lo que ya se esperaba: el lugar estaba totalmente lleno. No había gradas ni nada por el estilo. Toda la línea que delimitaba la cancha estaba rodeada por aficionados locales. Goyo, el dueño, entrenador, aguador, directivo, masajista y utilero del equipo, ya daba una de sus groriosas charlas motivacionales. Colocó en el piso las credenciales de los que iniciarían, con la típica alineación de 4-3-3. En la portería, como ya lo esperaba, colocó la de Raúl, mi primo, el sucesor de mi papá. Él también ya lo esperaba, porque nada podía cambiar justo en ese momento, luego de haber permanecido en la banca todo el torneo.
Pepe, mi padre, en alguna época de su juventud llegó a entrenar con un equipo profesional de la segunda división. Fue descubierto en sus primeros años jugando con el Aurora, y lo llevaron a probarse. Tenía unos 17 años, y era el tercer portero. Diario tomaba el camión para la ciudad. Sólo jugó un partido y no le fue nada bien. Perdieron 6-0. Siguió entrenando al mismo tiempo que se aferraba a un vicio que terminaría por truncarle la carrera: el alcohol. Llegaba a los entrenamientos crudo y apestando tanto que una tarde el entrenador le señaló las puertas del campo de entrenamiento: “Vete. No quiero viciosos. Le estás quitando lugar a chavos que sí quieren estar aquí”. Mi papá lo platicaba con una sonrisa: “me regresé llorando en el camión. Todavía estaba borracho”.
A quien no le importó este pequeño inconveniente con la bebida, fue a Goyo. Por muchos años sería inamovible en la portería del equipo. El momento cumbre de la carrera amateur de Pepe, llegó en 1975, cuando llegara por primera vez a la final del torneo regional, contra el Atlético Campesinos. El partido fue legendario, tanto, que me tocó muchas veces escuchar la crónica en palabras de amigos de mi padre y del propio Goyo. El partido no sería fácil. En el equipo rival jugaba el “Zurdo” Montejo, exjugador profesional. El primer tiempo quedaría 2-0, a favor de los contrarios. Todo parecía perdido. En el segundo tiempo, en un arranque de inspiración, resucitaron y poco antes de que el árbitro pitara el final, empataron el marcador. En los tiempos extras, todo permaneció igual. Llegaron los penales, y toda esperanza del Aurora, de pronto fue depositada en las manos sin guantes de Pepe. Atajó tres y fin del partido. El Aurora era campeón, gracias a la regla que siempre defendería mi padre para atajar un penal: “no te venzas nunca. Aguanta hasta el final”.
Pepe fue conocido por mucho tiempo como el mejor portero de la región. También era muy famosa su legendaria relación con la bebida. Ese partido de 1975 cobraría vida en las cantinas infinidad de veces.
La generación de porteros en mi familia, continuó con mi primo Raúl. Todas las mañanas a las seis nos levantábamos a entrenar en ese mismo campo de lija. La atención entera se la llevaba en esos momentos su sobrino, y yo asumía el papel de recogebalones. En más de una ocación tuve que aguantar un balonazo en la nariz congelada por el frío. Raúl usaba guantes. Mi padre los llegó a usar en uno de los entrenamientos, pero enseguida se los quitó. “No siento los dedos”, decía, y se los regresaba a su pupilo. Ambos eran muy diferentes. Raúl se tomaba fotos con sus trajes de portero que mandaba pedir a Estados Unidos. Le pedía a amigos que lo retrataran mientras fingía estar en un partido en plena cancha, volando por los aires capturando el balón. Cuando empezó a jugar sus primeros partidos en la liga local, la gente se reía cuando sobreactuaba sus intervenciones. Un balón sencillo que sólo bastaba con estirar las manos para tomarlo, se convertía en una acción espectacular, un vuelo innecesario mandando el balón a tiro de esquina. Raúl se levantaba limpiándose el polvo con una sonrisa soberbia.
El problema de la espalda le llegó a mi padre cuando cumplió treinta años. La sintió enseguida cuando devió un balón por encima del travesaño. Pero las lesiones de ese tipo parecen ser cualquier cosa cuando la calentura del juego y del mismo cuerpo las esconden. No hizo nada, a pesar de que en la semana el dolor lo molestaba. Goyo lo previno: “Cuídate. Antes de los partidos úntate árnica y ponte una faja. Ya verás que con eso se te quita en una semanas”. Lo único que hacía la pomada era dormirle la zona. Pero luego del juego, tenía que sufrir la incomodidad de mantener rígido el tronco para no sentir las molestias.
El futbol es una profesión muy corta. Yo crecí salpicado del profesional y del amateur. En la televisión de pronto un jugador que pocos años atrás había sido considerado una joven promesa, a los treinta ya era un veterano. A esa edad ya se es viejo, inservible y las facultades se escapan. La velocidad, el dribling, el resorte y todas las habilidades tropiezan con los años. Entrar en los treinta años, es entrar a la recta final de la carrera, a los últimos cinco minutos del partido. En la portería el caso no es el mismo. La longevidad de quienes cuidan la portería es notablemente mayor que la de los demás jugadores del campo. Una muestra de ello fue el portero de Italia, Dino Zoff, que jugó el mundial de España ‘82 con 42 años. Tiempo después, Peter Shilton haría lo mismo con Inglaterra en el mundial de 1990. Pero a mi padre le empezó a afectar desde antes. Tenía 35 años cuando el Aurora empezó a perder partidos por errores de quien en otros tiempos le había regalado victoria tras victoria.
No sé qué habrá pasado por su cabeza, si sintió tanta rabia como para mentarle la madre y abandonar el campo de juego la mañana del domingo cuando se enfrentó a Goyo y vio entre los miembros del equipo, a Raúl, ya muy vestido y listo para jugar. Las palabras de Goyo chocaban contra un rostro que sólo se limitaba a asentir: “Me preocupa tu espalda, Pepe. Creo que ya es tiempo de que le demos chance a tu sobrino”. No sólo se quedó a ver ese partido, sino que vio todos los que faltaban de la temporada, desde la orilla, siempre listo para cuando se presentara la oportunidad de jugar.
La siguiente temporada tuvo que vivirla junto a Goyo, como asesor y portero suplente. Pero como fan de los colores del Aurora, vitoreó cada triunfo que lo fueron colocando de pronto, otra vez en la final del torneo regional. Habían pasado más de diez años desde la última copa ganada. La volvería a vivir, pero esta vez fuera del campo. Por eso no nos sorprendió ver a Raúl anunciado en el once titular.
Hay un elemento que no deja de ser recurrente en todos los jugadores y entrenadores: las cábalas. Goyo creía mucho en ellas, y era capaz de usar los mismos calzones durante semanas, hasta que la racha de invicto terminara. Siento que ése fue el motivo que lo hizo cambiar de decisión en el último momento. Parado en medio campo, mientras los jugadores calentaban, llamó a Pepe. La afición presente no podía imaginar lo que estaba pasando en el círculo central de la cancha, momentos antes de inicar el partido. Puedo asegurar que yo era el único que estaba poniendo atención. Entonces el veterano portero salió de la cancha, al mismo tiempo que empezaba a quitarse las ropas de civil. Dejó al descubierto su clásico uniforme, el viejo suéter que se parecía tanto al de Miguel Marín. Goyo llamó a Raúl. Sólo alcancé a ver sus berrinches, quitándose los guantes y aventándolos al rostro del líder del equipo. Abandonó la cancha entre insultos y bromas ofensivas de la gente que miraba con morbo lo que estaba pasando.
Por la noche mi papá seguía con ese dolor de cabeza que había iniciado después del choque con un delantero del Campesinos, minutos antes del final del partido. La mínima ventaja sería conservada por esa jugada valiente cuando salió a cortar un centro, volando por los aires. Su cabeza rebotó primero con la rodilla del rival y luego contra el suelo. Se detuvo el partido por unos minutos en lo que lo atendían. Se levantó finalmente ante la ovación de la gente. Reinició el partido. Pocos minutos después sonaba el silbatazo final. El Club Deportivo Aurora era campeón por segunda vez en su historia del torneo regional. Pepe fue el único jugador que estuvo en ambas finales.
Mi padre se recostó cansado, tratando de conciliar rápido el sueño para olvidar las molestias. Me había dicho momentos antes que ya era momento de colgar los botines. El dolor de la espalda parecía no querer ceder, pero pronto fue opacado por ese terrible de la cabeza. Hoy que encontré su viejo suéter de Miguel Marín lo recordé, lo recordé con la faceta que más le hubiera gustado ser recordado, aquella que se ponía cada domingo para resguardar la portería del Club Deportivo Aurora, aunque el amor por sus colores me lo haya quitado en el medio tiempo de su vida.
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