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Todos conocemos a Manuela, es la mujer que hace velas y las vende en el parque frente a la catedral. -Rojas para el amor, amarillas para la salud, blancas para los hijos y el embarazo, azul para el dinero y el trabajo, dice, mientras se pasea frente a su pequeño kiosco. Me detengo a pensar en que vela necesito yo. En ese momento. –Todas, necesito todas, digo. Cruzo la calle y voy hasta donde ella grita anunciando sus velas. Le compro una de cada color, e ingreso a la Catedral. Enciendo el arco iris frente a un santito con cara de bueno y cansado de hacer favores.

Siento una presencia detrás y veo a Manuela. Se acerca y me dá una vela negra y dice –Enciende esta, es para los cachos. –Yo no tengo cachos, contesto, -no necesito esta vela, gracias. Y ella, -Todos tenemos cachos, así que no diga que usted no tiene., encienda esta vela. Con la intención de que se vaya, tomo la vela y la enciendo junto a las otras que ya arden. Me santiguo y siento en la primera banca. Manuela enciende una vela negra y la pone junto a la mía. Me mira y luego mira al gran crucifijo con Jesús y parece rogarle algo. Se santigua y e marcha casi corriendo. Miro las velas negras y noto que se consumen más rápido que las otras, y emanan una llama rosada. Me asusto un poco, miro hacia atrás, siento una corriente fría que recorre mi cuerpo. La catedral está totalmente vacía. -Es mediodía- pienso, -la gente no reza a la hora del almuerzo- . Miro las velas y las negras estaban casi consumidas.

Imagino que se trata de algún tipo de mensaje divino. -A lo mejor tengo cachos y no me he dado cuenta. Siempre el cachudo es el último en enterarse.
Imagino a mi amada esposa, mi Teresita, madre de mis tres preciosos hijitos, la recuerdo como en la mañana, despidiéndome en la puerta, claro, estaba apurada para que me fuera. Seguramente el amante llegaría en pocos minutos. Quién sabe a quién estará metiendo en mi casa. Seguramente es el uruguayo soltero que vive en el piso de arriba o el hombre que vende los libros de cocina, y yo rezando por nuestra familia y sacándome la mierda, trabajando como un burro para mantener a la familia y la muy puta tirándose a cuanto cabrón se le cruce por el camino.

Una rabia extraña empieza a surgir en mi interior, pienso en mi mujer acostada en la cama con otro hombre, los niños en la escuela y yo trabajando, muerto de calor en estas calles sucias y ruidosas, vendiendo seguros para autos, como el que yo no tengo. Nada, no tengo nada, solo una puta que me espera en la casa con “sonrisa de mujer florero” como dice la canción, con pantuflas y batona y siempre los rulos en la cabeza, seguro que cuando el amante llega, ella lo espera bien arregladita con la ropa que yo le compre y el perfume que le día en el cumpleaños….la muy zorra…con el disfraz de ama de casa.

Me levanto del banco de la iglesia con coraje, me siento burlado, indignado. Decido ir a casa y pillarla con su amante. Me dirijo hacia el portón, camino hacia la luz que proyecta la calle. Al salir, todo es como antes, la calle, los pitos de los carros, la gente que va y viene y Manuela vendiendo las velas. El turco gordo del almacén de telas, le da pedacitos de pan a las iguanas del parque. Una de ella me mira, me guiña un ojo, antes de dar media vuelta y seguir su camino.

El bronce de la torre sonó dos veces, indicándome que debía volver al trabajo.






7 de octubre 1998

Texto agregado el 08-02-2006, y leído por 576 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-11-2006 Soberbio relato que uno no se explica cómo no lo ha leido nadie aparte de un grandísimo escritor como Aukisa que te ha descubierto!!***** josef
18-09-2006 Tenso relato que explica bien esa sensación de desconfianza permanente... aukisa
 
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