Érase una vez un camino.

No os imaginéis un gran camino de tierra prensada, ni una calzada augusta de pasado legionario, ni una avenida transitada por señoronas y maridazos, exhibiendo sus barrigas satisfechas los unos, su indiferencia infeliz las otras.

De hecho, no os imaginéis nada, haced el favor. Tan solo escuchadme y estaos quietos ya, carajo.

Decía que era una vez en un sitio un camino, entendiéndose que el camino estaba en un sitio, aunque transiendo.

El camino es pequeño. Tiene árboles a los lados del camino en algunos de sus tramos. En otros tramos, no tiene árboles. Ahora que lo pienso, es muy parecido a cualquier otro camino. Y aquí, mi gato, que esta leyendo esto mientras escribo, puntualiza que cualquier lector avispado o reflexivo (o ambos, o no); podría hacerme notar que en realidad todos los caminos son parte del mismo, todos los caminos son uno, que es el del hombre hacia la muerte. Quien piense que todos los caminos son iguales espero que no tenga a nadie esperándole al otro extremo de la ciudad. O por lo menos, que no lo esté esperando de pié. Yo personalmente creo que, al contrario, todos los caminos son distintos. Incluso creo que el mismo camino es distinto cada vez que caminas por él.

Nunca es el mismo camino, aunque pases todos los días.
Es por ese motivo que yo me pierdo hasta en el lavabo de mi casa.

Erase una vez un camino. El camino del que quería hablaros. Ese camino va desde Pinto a Valdemoro. Si tomas ese camino, en la mitad te encontrarás el universo.