RUIDO DE PLATOS SOBRE LA MESA
Era de mañana, mañana nueva, antes que se levantara el rocío y se llevara al sol los recuerdos. La maleza salía por las grietas de los baldosones, más allá, las raíces de los paraísos curvaba la horizontal de la vereda. Llegué con la botella de vino y el tabaco en hebras, con la blusita de broderí vainillado y los dulces, todo en un solo paquete pero separado. A empujón de hombro quiso resistir el portón de chapas, pero cedió con la patada que le di a la altura del pasador. Lo poco que se abrió me permitió pasar. Adentro, no sé cuántos años de abandono habían transformado el yuyo en matorral; la casa estaba atacada por enredaderas, quise pensar que no, pero la vi pálida o gris o del color de la muerte, la habían podido las santa rita y las glicinas derrumbaban gozosas la pérgola de hierro y cemento.
Mi padre no estaba bajo el parral tejiendo canastos de damajuanas, su pipa sí estaba, también la silla de junco con las patas recortadas para trabajar cerca del suelo. La bomba era un esqueleto oxidado en falsa escuadra. A modo de asta bandera, la caña del alambre de colgar la ropa salía de entre los yuyos altísimos; cerca de los ligustros, un árbol de duraznos era propiedad de las orugas verdes, las gallinas del gallinero del vecino hicieron algún comentario a mi llegada.
El sol cuadriculaba la galería a través del enrejado de maderas con su abertura de bostezo en arco. Volaron unas palomas en el fondo y una calandria enojada me avisó que con mi paso cercano al nido estaba invadiendo su territorio. Mi madre podría estar en la cocina o zurciendo ropa o escuchando la radio, pero no. El silencio emergía de la casa como la sombra que yo imaginaba, sombra húmeda, sombra vieja y sola.
Tampoco estaba Isidora, Isidora de la risa a toda boca, Isidora de la piel del color del café con leche y el pelo terco, Isidora mañosa en todo quehacer y a voluntad constante, que se reía de mis primeras turgencias y que en la siesta del día de mi cumpleaños dieciséis, creí morir de éxtasis cuando puso en mi boca sus pezones oscuros como moras y me hizo entrar en la maraña negra del paraíso.
La oscuridad de la casa era densa y múltiple. El pelo blanco de mi madre cruzó frente a la cocina dejando una estela, escuché ruido de platos sobre la mesa y de cuchillos cortando el pan, dejé el paquete, ya voy, dijo mi padre desde la silla bajo el parral, el ojo mágico de la radio parpadeaba el boletín sintético de Radio El Mundo hablando de sequías en La Pampa y tensiones en Yacarta.
Me senté en mi lugar, mi madre trajo la sopa, se sentó mi padre en la cabecera, hizo el habitual comentario sobre las maldades del perro en la quinta mientras Isidora traía la fuente del puchero y retiraba la sopera. La ceremonia de la sopa era recogimiento y oración de misa cantada. Volvió Isidora con más pan que mi padre partió con las manos y se inició entre ellos una conversación que yo había escuchado cien veces.
No hice ruido al levantarme. Dejé el paquete, siguieron conversando, enderecé la bomba al pasar. La sombra de los árboles hacía persistir el rocío en el pasto que mojó mis pantalones casi hasta la rodilla. No creí que cerrar el portón me costara tanto.
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