Nació del lagrimal, se deslizó apresuradamente por la mejilla, dobló e la curva del cuello, anidó un rato en el pecho (habitáculo de todas las angustias), y siguió bajando, esquivó pliegues y bajó aún más, dudó un poco en la rodilla y se tiró como por un tobogán llegando al empeine.
La miré, transparente, redonda, salada, cómo todas las lágrimas, la vi temblar y bajar pensativa al piso.
Cuando se echó a andar hasta la puerta resolví seguirla, al principio con asombro, más tarde con intriga.
Subía y bajaba cordones, veredas, calles, se ensuciaba de tierra y cuando la creía perdida en algún charco, salía fortalecida y brillante.
Sólo cuando trepo al mármol negro de la tumba de mi padre empecé a entender. Se hizo chiquita, se detuvo un tiempo y creció magnificándose, tomando dimensiones poco usuales para una sola y pobre lágrima.
Pero no se quedó allí. Otro sería su destino, porque veloz corrió como un torrente por la calle cercada de tilos.
Tuve que apurarme, por momentos creí perderla. Era indudable que sabía muy bien donde iba.
Cruzó las vías ya cansada y pude ver y oler los eucaliptos de mi infancia.
Ya casi no tenía que seguirla para saber dónde encontrarla.
Juntas llegamos a la casa, juntas subimos la escalera, tan igual a entonces cuando todo parecía tan grande.
Sentada sobre la alfombra naranja la nena que fui jugaba despreocupada, el viento que aglobaba la cortina le despeinaba suavemente el flequillo.
Entonces la vi subir, trepar y volver a hacer el camino inverso: del pie a la rodilla, de la rodilla al pecho, del pecho al cuello, del cuello (chiquita y brillante) a la mejilla donde se transformó en luz.
Por un momento, sólo por uno, pude abrazarme y protegerme. Y la lágrima convertida en alivio me hizo sonreir.
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