EL MAR TEÑIDO DE ROJO.
El cielo blanco y helado se une en el horizonte con el hielo que cubre el agua. No hay diferencia ente ellos si no es cuando el mar irrumpe en franjas líquidas de color gris acero, partiendo el paisaje en dos y obligando a los trineos a frenar para no caer en el seno oscuro y frío del océano cubierto.
Es el borde entre el eterno dominio de los glaciares y el mar que se hunde bajo ellos, soportándolos. Es también el lugar donde habitan los "kalontes" en manadas apacibles y quietas, flotando como témpanos inmóviles y silenciosos, dejando que sobre sus lomos se acumule el hielo y la nieve de las tormentas; mientras sus gigantescos cuerpos como platos invertidos suben y bajan en el agua al ritmo lento de sus respiraciones. La manada no es muy grande, las hembras y sus cachorros se mantienen juntos, los machos rodean a las familias manteniéndose en la periferia.
Es casi medio día y el sol no puede atravesar la densa capota de nubes que dejan caer escarcha desde la altura; los barcos cruzan las franjas de agua gris como peces veloces, los hombres corren por el hielo saltando y deslizándose si fuera necesario, rodeando el lugar donde flota un macho enorme, apenas separado del resto de la manada.
La embarcación se acerca al animal sin golpear los remos en el agua, el pequeño casco abre el mar y la escarcha en dos dejando a su paso una herida que cicatriza al instante. Llega junto al animal y se detiene suavemente y los dos hombres esperan una fracción de segundos antes de que decididamente salten sobre el borde del cuerpo que parece una playa blanda que se hunde en el mar.
El kalonte no ha sentido las pisadas de las botas de piel amortiguadas por la nieve floja; los hombres trotan sobre el lomo hasta el hielo firme que hay sobre él y se detienen. El pequeño bote se aleja con su único ocupante a una distancia prudencial. La bolsa de piel sobre la espalda de uno de los hombres es cuidada como un tesoro. Lleva la única cosa que puede matar a un kalonte y evitar que se hunda si despierta o siente que alguien lo acecha. Contiene una bolsa de tripas llena del líquido de una de sus propias vísceras, que misteriosamente es venenoso si entra en contacto con sus pulmones y a los que se puede llegar por la nariz, allá arriba, en el centro del lomo; rodeada y escondida por los hielos permanentes que el animal usa como defensa.
El duo suicida corre ahora como por el aire, trepado por la suave pendiente, en busca del agujero por donde el animal respira el aire polar. El aliento interior se eleva como vapor y ayuda a encontrar el lugar.
El hombre de la bolsa en la espalda se arrodilla y deja que su compañero extraiga la bola de tripas; el otro la sostiene en sus brazos con seguridad mirando a su compañero esperando acuerdo; las miradas se encuentran detrás de las capuchas de piel y la operación se concreta. El hombre de la bola helada corre hacia la nariz y deja su cargamento a un costado del embudo de hielo que cae hacia el agujero. Es un experto, sabe dónde enterrar la bola para que el calor de la respiración del kalonte la haga caer hacia el interior, cuando ellos ya no estén sobre el animal. Si se equivocara morirían junto con la bestia.
El veneno ha quedado enterrado y el hombre vuelve con su compañero hacia el borde del animal, la embarcación llega al momento y la abordan tan precavidamente como la dejaron; los remos se hunden en el agua y alejan el casco de la falsa playa helada; recorren la distancia que los separa del hielo firme y ya sobre él desembarcan en espera de los acontecimientos finales. El tiempo pasa y el resultado no se hace esperar.
Una convulsión sacude la isla viva que asoma sobre el hielo, es como un estertor, como si el interior del animal intentara liberarse de una opresión intolerable. El ruido del mar agitado llega hasta los hombres que miran ansiosos; la manada por su parte percibe el oleaje y se moviliza. Algunos machos se acercan al compañero en problemas mientras que las hembras se mantienen lejos con sus crías. El mar se agita cada vez más alrededor del animal enfermo.
Un tremendo espasmo levanta el cuerpo para hacerlo caer con estrépito ensordecedor sobre el agua; una especie de ulular lánguido y angustioso llena el aire. Los congéneres del kalonte se alejan inmediatamente; el grito es un aviso de muerte y el chorro de agua y sangre que se eleva en viento confirma el final del animal.
Se produce una inmersión repentina en busca del olvido en el fondo del mar, pero el veneno hincha el interior del cuerpo y lo devuelve a la superficie como un odre inflado. El kalonte ha muerto.
La manada se dispersa mientras los machos tratan de mantenerla unida; lo lograran más tarde cuando el terror de la muerte se diluya junto con la sangre del compañero muerto.
Los hombres vuelven a sus embarcaciones y navegan hasta la presa recién muerta; llevan gancho y sogas para remolcarla hasta hielo firme. Los otros hombres esperan para faenar la carne y trasladarla a la ciudad de Lízila en el confín norte del continente. También extraerán las vísceras mortales que matarán a otros kalontes y el mar volverá a teñirse de rojo.
1990.
Relato de las "Crónicas Metonas", en Atlas Methonis, Ediciones Ulpianas, Nova Roma, 2190. |