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Robertito tiene catorce años. Unos anteojos enormes le deforman la cara y sus pupilas se desdoblan como en un cuadro observado en tercera dimensión.
Las chicas lo miran de reojo y le dejan salir del campo de visión para refregarse la barriga de risa. Robertito sufre, en silencio, como suelen sufrir todos los adolescentes tímidos y que se saben apocados a esa edad. Su vida, sin embargo, sin ser un infierno de verdad es una especie de pesadilla. No todos lo menosprecian. Hay su abuela, doña Cristina, que siempre lo alimentó, de cuando sus primeras mamaderas demostraron que la leche no lo apetecía, o mejor, no le iba bien del todo. Entonces, le prohibieron la leche y sólo tuvo derecho a mamaderas de jugo de zanahorias. La abuela Cristina llenó su alacena con cajones de zanahorias, a un punto tal que toda la familia benefició de zanahorias cocinadas y comidas de las más variadas formas que se pudieran concebir.

Cuando llegó el momento de pasar a los alimentos normales, Robertito lucía un semblante digno de un Dios griego. Su piel se había vuelto dorada, con un color de papaya madura y cachetes del más lindo querubín. Aquello perduró mientras crecía y hasta el momento en que su cara lució la primera espinilla. Luego hubo que comprobar que sus resultados pésimos en la escuela y los moretones que solía lucir en los brazos y rodillas, provenían de algo que no tenía nada que ver con la falta de leche de su primera edad.
El oftalmólogo informó a los padres, de la manera más compungida que pudo encontrar, que el hijo primogénito sufría de una carencia congénita de la vista, o para traducir mejor, Robertito se iba quedando irremediablemente ciego.

La abuela Cristina y los padres de nuestro Robertito trataron de consolarse unos a otros, olvidando, en la tristeza expresada a través de ritos inventados para calmarse mutuamente, que el hijo y nieto primogénito era el primer afectado y que existía, pese a todo, y seguiría existiendo aunque para moverse de un lado a otro de la casa tuviera que palpar los muros, quebrar la vajilla y descolgar los cuadros de las paredes.

Su padrino, para consolarlo y consolar también a la familia de tan grande desgracia, le regaló, cuando cumplía justo quince años, un equipo, el último grito de la moda, con dos altoparlantes, radio onda larga y corta, dos lectores de casetes y un lector de CD. Una millonada de gastos para el padrino, un milagro para Robertito y su familia.

Y ahí fue cuando cambió completamente el curso de la vida del muchacho.

Descubrió a los raperos que aullaban en inglés, luego a otros que los imitaban en otros idiomas, de algo sirven las ondas largas y cortas. Y poco a poco, en la cabeza y en el alma de Robertito su cotidiano empezó a traducirse con ritmos rapeados, cuyas frases apenas entrecortadas por el respiro necesario para seguir hablando con entonación declamada acompañaban sus gestos de cada día.

La abuela Cristina apuntaba con el ritmo de los pies la fraseología de los últimos inventos estilísticos, mientras pelaba cebollas y aliñaba el puchero: “no-me-digan-qu’esta-vez yo-no-los-quiero-mirar/la-mirada-no-les-niego-sólo-los-quiero-escuchar/pero-nadie-a-mí-m’entiende-po rque-yo-no-puedo-ver/si-estoy-dormido-o-despierto-de-noche-o- de-amanecer/yo los veo-yo los veo(coro, con gesto del codo hacia delante)/ si-es-de-noche-yo-los veo-aunque-ustedes-no-me-ven/yo los veo-yo los veo(y empezaba de nuevo el vaivén).

El ritmo del rap duró meses y meses. Hasta una vecina de la población vino a ofrecer sus servicios de escribana para transcribir aquellas frases que amenazaban con perderse en el aire del universo si nadie dejaba rastros de ello. Robertito cobró fama en el seno de su familia y en la de la escribana voluntaria. Hasta que un día de verano y de estío, después de un año de sequías y de intensos vendavales, la familia decidió reunir sus economías para comprar un control remoto. Esperaron a que Robertito se despertara como todos los días. Acecharon el ruido del uso de los servicios, y el del último tazón que se desparramaba en pedazos hacia todos los rincones de la cocina. Y suspirando de angustia y de pena concentrada, apoyaron en el botón on del control remoto. Hubo un instante de oscuridad que duró sólo un segundo, a lo mejor menos, luego siguió un silencio pesado, un silencio como aquellos que flotan en el ambiente cuando se apaga una radio que no ha parado de aullar veinticuatro horas seguidas. Aquel silencio total hizo que la población entera se despertara con la vaga impresión de que algo acababa de desaparecer en la atmósfera opaca de aquella mudez recién nacida.

© Diomenia Carvajal

Texto agregado el 06-02-2006, y leído por 414 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
29-03-2006 Un texto que juega con las contradicciones y las sorpresas. Buen cuento, con grandes descripciones. musquy
04-03-2006 que buen texto. me gustó leerlo. lo de las zanahorias, ya ves que contradiccion***** eslavida
26-02-2006 excelente texto... te envuelve hasta el final. arcano20
06-02-2006 Un texto que da gusto leer como todo lo tuyo, al igual que la columna del lunes que lleva tu firma. Un abrazo querida Mena. meci
06-02-2006 “no-me-digan-qu’esta-vez yo-no-los-quiero-mirar/la-mirada-no-les-niego-sólo-los-quiero-escuch ar/pero-nadie-a-mí-m’entiende-po rque-yo-no-puedo-ver/si-estoy-dormido-o-despierto-de-noche-o- de-amanecer/yo los veo-yo los veo(coro, con gesto del codo hacia delante)/ si-es-de-noche-yo-los veo-aunque-ustedes-no-me-ven/yo los veo-yo los veo(y empezaba de nuevo el vaivén)... +++++ psikotika
 
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