El bolígrafo de Pilar tamborileaba distraídamente sobre el escritorio. Delante de ella, la grabadora parloteaba monótona el dictado de las cartas que le había dejado su jefe antes de marcharse a una “comida de negocios”. Hacía tiempo que había descubierto que esas comidas solían coincidir con las llamadas a la oficina de cierta María Rodríguez (qué poca imaginación para los pseudónimos). Suponía que era la misma rubia peripuesta que entrara un día con sus labios micropigmentados y un bumbúm de caderas que pareciera fuese a descoyuntarse en cualquier momento. Se lo figuraba por la cara descompuesta que se le puso al jefe al verla y por cómo la agarró del brazo metiéndola enseguida en el despacho. Por eso o por el terrible calor que debía hacer allí dentro ese mes de febrero, pues las delicadas medias de seda que adornaban voluptuosamente las piernas sin fin de la muchacha habían desaparecido de la vista cuando ésta salió a la media hora. “Tiene varices” observó Pilar maliciosa, que se había quedado un poco acomplejada ante los 180 cm de la tal María, con esos botines apenas sin tacón con los que andaba. “Tetas de silicona” sentenció en su discurso interior de autoafirmación. ¿Cuántos años tendría? Si es que los hombres, cuanto más viejos más niños. En fin, eso, hombres...
Hoy sí que de verdad hacía calor. Los agostos en Madrid eran demenciales. Hacía horas que la blusa se le había soldado a los brazos y a la espalda. Y el maldito aire acondicionado seguía haciendo la puñeta. Tan solícito para lanzar sus corrientes de aire helado durante el invierno (tres catarros en un mes, todo un récord), ahora optaba por un silencio infame. No había duda, tenía vida propia y la odiaba.
La grabadora seguía vomitando la ronca voz del jefe, aunque hacía tiempo que Pilar había dejado de prestarle atención. Ya lo haría en casa esta noche, mientras se tomaba un delicioso helado de chocolate. Uhmm, muy frío, cubierto de nata... Nata. Como aquella noche con Juan, qué locura. “Pilar, eres tonta, Juan otra vez no, no se lo merece” se recriminó. Tarde. Una vez más vio la cara de sorpresa de él cuando los pilló, a Sara encima... “¡Puta!”. Notó como el pulso se le aceleraba y zarandeando la cabeza desechó el pensamiento. Plegó el portátil, guardó la grabadora en el bolso y salió a la calle camino a casa. Mañana aguantaría la bronca de don Roberto. Bueno, ¿y qué? Eso sería mañana. Bajó al metro. Si algo bueno tenía el verano es que Madrid se vaciaba. Hasta encontró un asiento libre. Por lo menos, hoy ningún baboso le tocaría el culo. Hombres...
Al entrar en el edificio, Herminia asomó su cara de tortuga enfurruñada por la ventana de la portería:
—El ascensor no funciona, mañana viene el técnico.
—Qué novedad —murmuró para sí Pilar mientras dirigía sus pasos hacia las escaleras.
—¡Ah! Hará media hora vino el a-mi-go suyo del pelo raro y preguntó por usted. Cuando lo vea dígale que tengo cosas más importantes que hacer que andar a ver quién entra y quién sale.
—No reniegue de sus hobbies —comentó Pilar, consciente de que la tortuga no llegaría a entender el significado de la frase.
Cinco pisos más arriba, se encontró en la puerta del apartamento una nota de su amiga Ana, la vecina del 6º D, invitándola a un café. Apreciaba a esa muchacha. Su primera amiga de cuando llegara a Madrid, recién escapada de ‘las provincias’. Cómo odiaba Soria entonces y cuánto la echaba de menos ahora. Metió la llave en la cerradura mientras sentía como los tacones se le clavaban en los talones. Tan pronto entreabrió la puerta, Zizou se le enredó en las piernas. Cuando Juan le había sugerido ese nombre (luego se enteró de que era como llamaban al futbolista ese francés del Madrid) le había parecido simpático para un gato. Ahora lo aborrecía. De todos modos, aquel siamés era el único regalo de Juan al que había llegado a tomar cariño. Cogió al animal en brazos y fue a la habitación. Zapatos fuera. Qué alivio. La primera sensación agradable de todo el día. No duró. Zizou se descolgó del abrazo de su ama y, en su avance hacia al suelo, decidió enganchar sus uñas en las medias. Y pensar que se las había puesto aquel día de infierno por pereza de depilarse... Lanzó una maldición. Cayó en la cuenta de lo mal hablada que últimamente se había vuelto. Desde... desde lo de Juan, claro. Se sacó las medias, fue hasta el baño y con la pasta de dientes procuró evitar que la carrera se extendiera. Abrió el grifo de agua fría de la ducha y acabó de desnudarse. Sonó el teléfono. Era Luis:
—¡Niña! ¿Dónde andabas que fui antes por ahí y no estabas?
—En la oficina, Luis, ¿dónde iba a estar?
—¡Anda, es verdad! Que tú eres de esas proletarias que trabajan en agosto. Ajo y agua, chiquilla.
—El agua bien fría, por favor.
—¿Y un masajito, tal vez?
—Ya quisieras.
—Pues sí. Oye, que esta noche fiesta. ¿Te apuntas?
—Y mañana me vas tú al trabajo, ¿no?
—Venga, cielo... que es el cumpleaños de Paula. Empalmas y listo. Ni que fuera la primera vez. A las diez en casa de Alberto, ¿vale? Nos vemos, ¡chao!
—Luis, que sabes bien que no... —¡click!— Que no me gusta hablar sola —acabó de decirle al monocorde pitido del teléfono.
Volvió al baño y se contempló en el espejo. “Nada mal mis treinta y cinco”, pensó satisfecha.
Pilar era una mujer bastante guapa. Quizá no la fueran a elegir para el calendario Pirelli, pero no se quejaba de su cuerpo pequeñito bien proporcionado y un rostro que ella definía críticamente objetiva como ‘agradable’, enmarcado por una cascada de rubios rizos que llegaban hasta sus hombros esbeltos. Tenía una sonrisa contagiosa, a veces dulce, a veces traviesa, y sabía aprovechar la atracción natural de sus grandes ojos marrones, tan bonitos como expresivos (o quizás bonitos por expresivos).
—Y todo mío —se dijo a sí misma recordando a la escultural María Rodríguez. Rió pensando que al final sí que le gustaba hablar sola.
Mirándose, cayó en la cuenta de que se había olvidado de poner el albornoz al ir al salón a coger el teléfono. Seguro que habría disfrutado de lo lindo el muchacho del sexto del edificio de enfrente, al que ya había sorprendido varias veces con los prismáticos. Tendría que hablar con sus padres. Mañana.
Estaba exhausta. Cerró el grifo de la ducha y, aún desnuda, se tumbó sobre el cobertor de la cama. “Luis, amigo mío, hoy no te sales con la tuya”. Un sopor espeso embargó sus sentidos. Pasaron pesados los minutos hasta que empezó a sentirlo. Un temor inconsciente se apoderó de ella cuando notó próximo el remolino. Lo vio acercarse con los párpados cerrados. Impotente, se dejó llevar. Ya llegaba...
................
Verónica entró radiante.
—Joder, Pilar, cuando quieres, sabes como avasallar. ¡Tremendo look! Me encanta.
Era Alberto. Verónica ya estaba acostumbrada a que todo el mundo usase con ella el nombre de la otra. Le daba igual. Lo importante es que de nuevo estaba libre y preparada para divertirse. Dio dos besos a Alberto, ligeramente húmedos y prolongados, manteniendo un rostro indiferente. Sabía como provocar a un hombre.
En la sala de la suntuosa casa de campo estaban los amigos de Pilar. Le caían bien. No entendía cómo habían llegado a entablar amistad con aquella mujer tan aburrida y mediocre, pero allí estaban. El chiflado de Luis, con sus pelos vanguardistas a juego con sus desvaríos pictóricos. Era el mejor amigo de Pilar y quien la introdujo en aquel mundo que, saltaba a la vista, no le correspondía por nivel social. Mónica, adicta al trabajo y al móvil: “¡Vende! ¡Compra! Espera a que suban más”. Niña bien de familia mal. Hecha a sí misma. Luego, por supuesto, Andrés. Hermoso como un busto griego. Y aún encima forrado. Todo un chollo si no fuera tan presumido. Paula, modelo de pasarela, era el bollito del grupo. Y la bollera. Una delicia en la cama. Pena que fuese tan discreta y no le hubiera comentado nunca a Pilar nada sobre aquella noche. Le habría gustado ver la cara de estúpida que se le pondría a esa mojigata. Alberto, el anfitrión, sabía hacerla reír. En todas las reuniones le gustaba ser el centro de atención. Y lo conseguía. Qué raro que un tipo tan divertido se dedicase a la política. Aunque claro, ya se sabe que los políticos en España dan bastante risa. Y por último, Jorge y Susana. La parejita feliz. Amarraditos siempre hasta el empalago: “Claro, amor (ji, ji)”; “no seas así (ju, ju)”. Cogidos por separado, hasta parecían personas normales.
—¡Llegó la reina de la fiesta, nuestra Cenicienta preferida! —anunció Alberto secundándola en su entrada.
Los vítores y cachondeos iniciaron la ceremonia de bienvenida. Besos de mejillas que se rozan ellas, besos de labios que hacen más que rozar las mejillas ellos, Cubriéndola de halagos ellas, sonrojándola de piropos ellos. El ritual termina:
—¡Que suene la música!
Alberto apretó el botón del mando a distancia y los pequeños satélites Bose distribuidos estratégicamente por toda la casa comenzaron a envolverlos con la última manía del propietario. Música techno-africana. Lo más ‘in’, decía. Pues vale, contestaban todos. Las copas se llenaron y, en breve, Alberto sacó a relucir su arsenal de alucinógenos. Pilar siempre rechazaba el ofrecimiento. Verónica no. Ella encajaba allí. Sabía que el grupo la tenía por un bicho raro, con un humor impredecible, pero eran tan snobs que consintieron en aceptarla precisamente por eso. Era la pintoresca, la original, y siendo amiga de Luis les parecía hasta natural que fuese así. Verónica bendecía el día en que el destino hizo coincidir a la tonta y al pintor en una galería de arte. ¡Qué cambio con sus sosos compañeros de trabajo, con la timorata de Ana, con esos aburridos amigos de internet! Lo que se había reído aquel día que abrió el correo de Pilar y se dedicó a mandar mensajes guarros a todas las direcciones de la agenda. Se lo merecía por tenerla arrinconada. Aunque la idiota ni siquiera supiese de su existencia. Se lo merecía...
................
Abrió los ojos. “Otra vez no, Dios, otra vez no”. Presa de temor, se mantuvo quieta, atenta a cualquier sonido, aguardando a que su vista se acostumbrase a la penumbra. Echó el brazo hacia atrás, despacio, tanteando el otro lado de la cama. Al fin, suspiró. Alargó la mano hasta la lámpara de la mesilla y la encendió. Se incorporó y echó un vistazo al hueco vacío. Al menos, esta vez estaba en casa... y sola. Miró la hora y el día en el reloj. Hacía tiempo que se había acostumbrado a hacerlo siempre que ‘volvía’. La cabeza le dolía horrores, la lengua era un estropajo. De nuevo se encontró vestida. Con esas ropas de... zorra. ¿De donde habían salido? Tendría que revisar otra vez el saldo de la tarjeta. Se obligó una vez más a intentar recordar la noche anterior. Nada. Sonó el despertador. Era la hora de levantarse, como cada día. Cada día que... estaba. El espejo de la cómoda se cruzó en su camino al baño. “Mi pelo...”, gimió. Se demoró en la ducha, frotándose con saña, asqueada del olor a alcohol, tabaco y sudor que emanaba de su cuerpo. Sacó del armario una pulcra muda de secretaria. “Vamos, Pilar, a la oficina”. De repente se acordó. “Los dictados, los malditos dictados”. El vaso se desbordó. Algo se rompió en su interior. Se derrumbó en el suelo, llorando. Suplicó a Dios que le diera su vida. Toda su vida. Mientras, Verónica reía traviesa. Esperando... |