Aún no sabía si empezar con el dinero o hablándole de Gracia, de lo bonita que es, que hubiera sigo mejor conocerla antes. El viejo sospechaba todo, se le notaba en el rostro. Desde que lo había visto llegar al club de playa se le notaba cara de indignación, pero mantenía su rigidez.
Ni bien entró, le hizo señas al mozo para que prepare los aperitivos. Yo esperaba en la mesa. Al llegar, se sacó el saco y lo arrojó hacia otra silla, luego se sentó.
Está bien, dijo. Por qué tanta urgencia.
Mientras el mozo ponía los posavasos y servía los pisco sour, le advirtió: que me traigan uno más, pero doble pisco. El mozo escuchó atento y fue a traer el pedido.
Dime Juanito. En qué te has metido ahora. Iba metiéndose un buen sorbo del ácido trago. De lo espumoso que estaba le quedó un bigote de blanco sobre sus labios.
Papá. Yo…
Y empezó la historia.
¿Qué hiciste qué?
…
Repite.
…
Juan, te estoy esperando.
Un aborto.
¡Un aborto!, un aborto. Nomás faltaba que me salgas con estas estupideces, hijo. Por qué has hecho eso, ¡demonio! Eres un ignorante, niño, insolente, por qué has tenido que hacer algo así sin consultármelo. Por Dios puta madre…
El viejo gruñó unos buenos minutos y fue terminándose la copa hasta repasar con su lengua el bigote de espuma. Miró hacia el bar y apresuró el pisco sour ¡maldición dónde está mi pedido!
Papá, yo no quería causar este problema, me cegué por mis ganas de...
De qué, ¡de qué! Mocoso arrecho. Niño estúpido, gritó golpeando la mesa y haciendo saltar la vajilla.
El mozo llegó con una copa doble y lo puso rápidamente frente al viejo. ¿No sabes acaso que esos casos se están haciendo famosos en la tele? ¿Y la policía? ¿Ibas a esperar eso para llamarme, imbécil?
Papá, yo…
Papá nada. Esas cosas no se hacen, lo sabes bien.
Pero recuerda a mi mamá, a ella...
¡Demonio!...
Volvió a golpear la mesa, se dio cuenta que había alzado la voz, tosió solapa y volvió en sí. Luego se metió otro sorbo de la copa, quedó vacía.
No ensucies el nombre de tu madre de esa manera. Lo sé, papá, obré mal. ¿Sabe de esto alguien más? Nadie. ¿La niña está fuera de peligro? Sí. Bien. ¿Necesitas dinero? Sí. Eres un huevón, carajo, espero que no hayas cometido un error al hacerlo, ¿no? No. Me refiero a las evidencias. No, de eso tampoco.
Siguieron hablando del asunto hasta que el mozo llegó con los cebiches.
Te daré los quinientos. Mientras el mozo servía, soltó la copa y enseñó los callos de sus manos: hijo, yo, a tu edad, no sólo ganaba mucho dinero, ¡me quería comer el mundo!
Como el viejo siempre hacía el mismo discurso cada vez que hablaba de dinero, aproveché para irme al baño. Mientras orinaba, alguien hacía lo mismo en el urinario de a lado. El tipo volteó de refilón, como no queriendo ver, pero ya nos habíamos reconocido, era Bocanegra. Intenté darle la mano, pero sutilmente se las metió al bolsillo. Años perdidos sin vernos y venirnos a encontrarnos en el baño del club.
Imbécil. Qué haces tú aquí -soltó efusivo-. Por lo visto las dietas no te ayudan.
Cállate -le dije-. A ti tampoco te ha tratado muy bien la vida. Bonito chuzo el de tu cara, ¿una pelea con botella?
Un lío de faldas hermano, siempre las mujeres...
La gente entraba y salía del baño. El viejo iba por la tercera copa de pisco cuando vio que su hijo lo señalaba desde lejos.
¿En aquella mesa?, preguntó. No digas que era tu viejo quien gritaba.
¿Se escuchó?
Uy. ¿Qué hiciste ahora?
Traté de no contarle los detalles. Más bien desvié la conversación, le dije que había estado en Argentina. Luego, él contó que también estuvo fuera.
¿Terminaste la terapia en Cuba?
La abandoné. Fueron dos años muy duros, no sabes el calor que hace allá. Estaba harto de las dietas y la vigilancia. A veces sentía que mi abuelo me había mandado a una prisión. Tampoco me dejaban salir de noche. ¿Estás loco?, dijo abriendo los ojos, con sorpresa. Sus dientes estaban relucientes y la nariz en buenas condiciones, nomás ese extraño corte que surcaba su mejilla.
Volví porque a mi abuelo lo encarcelaron hace un mes. Un día llegaron a la casa más de veinte personas, policías, periodistas, un par de fiscales y una chica destrozada que decía haberse atendido allí. Le allanaron el consultorio y se lo llevaron como presunto médico abortista. Al día siguiente, un diario puso de titular: Cae doctor Bocanegra, el abortero de las pitucas, y salió en portada, lo presentaron como “El cuchara de oro”. Los abogados dicen que saldrá este año, pero no descartan que sigan saliendo a la luz más denunciantes. Hijas de puta, ojalá se mueran todas, sobre todo la que me metió en un problema hace poco.
Entonces contó su historia.
Estuve con una chica de mi residencial. No estaba fea, pero igual no era para hacer mucho. Me estuvo visitando a diario aprovechando que no estaba mi abuelo. Todo bien rico, haciendo poses y comprando utilería para jugar en la cama. Hasta que me dijo que la había embarazado. No sabes, Juanito plomito, el problema que es tener a una estúpida llorando en tu sala por horas sin que tu abuelo esté para solucionarte el problema.
¿Se lo dijiste a tu abuelo?
Se lo dije a sus abogados, pero me dijeron que mejor no hacer nada turbio porque la policía estaba al tanto de todo.
Entonces, qué hubo.
No hubo otra, pues. Ya para ese momento tenía metido en la cabeza que no había otra que hablar con sus padres.
¿Qué?
Sí –respondiendo a mi horror-. Matrimonio.
No me digas –le respondí casi en colapso-. ¿Y? …
Tuvimos que ir a Piura, a la casa de sus padres. Un día me aparecí en terno y corbata michi para impresionar, aunque cuando los vi, me di cuenta que fácilmente los impresionaba en sandalias, nomás. Con el cuento que había estado estudiando cine en Cuba, cualquier cosa podían esperar de mí.
Ya, bueno, y qué pasó.
Les hablé, les hablé… Les dije que soy una persona decente, de buena familia, que estoy buscando empleo en alguna empresa de la familia, toda esa mierda. Y cuando se empezaron a dar cuenta que el asunto venía por obligación, el padre de ella dijo: si lo que quieren es nuestra bendición, ya la tienen. Y la vieja se me fue encima en abrazos y besos. Tú sabes, el calor de allá es espantoso.
Pobre de ti –le dije-, o sea, te casas.
Bocanegra escuchó “casas” y reaccionó.
Ni cagando. Aún no termino de contarte. Después de ese día, todo estuvo bien. Íbamos a la playa, comíamos buen pescado, todo bien, al menos dentro de la desgracia que venía pasando en mi vida. Ella estaba más amorosa que nunca, cogiéndome de la mano para que la gente se diera cuenta que éramos novios. Yo soportaba el asunto, más porque se venía un hijo mío, hasta que me enteré de boca de unos vecinos que la princesa era una mentirosa de profesión, que de Lima venían por lo menos dos veces al año con el mismo cuento del embarazo.
No me digas.
Sí te digo. Entonces hice mis averiguaciones y un día que no había nadie en la casa, me metí a su cuarto y rebusqué en toda la habitación. Encontré un paquete de toallas higiénicas recién abierto, lo cual aumentó mi sospecha.
¡Y!
¿Y?, busqué por todos los tachos de basura de la casa, hasta que encontré una toalla con sangre. Le había venido la regla a la maldita.
Uy, y qué hiciste, ¿hablaste con sus padres nuevamente?
Nada. Agarré mis cosas y salí despavorido de Piura. La vergüenza que pasé por esa estúpida mentirosa.
Menos mal que lograste enterarte, porque sino…
Porque sino, estaría todo imbécil casado con la más puta del norte, imagínate. De nomás pensar que ella iba ser la madre de un Bocanegra. Figúrate.
Increíble, amigo.
Todo sigue jodido. Pero ya fue. Nos despedimos.
Al volver a la mesa, mi papá siguió con sus recuerdos de cómo había logrado ser alguien en la vida, sin ayuda de nadie. Pidió una copa más, esta vez sin mucho limón, más bien, échale más pisco. El cebiche estuvo bueno. A la siguiente copa, le aumentó un poco de hielo, ya estaba acalorado, pero al menos aparentaba buen humor.
Bien, Juanito. Creo que sabes de memoria lo que te quiero decir con eso de que me quería comer el mundo, ¿no es cierto? Cierto. Te voy a dar el dinero y espero que no te metas en más problemas, ¿de acuerdo? De acuerdo. Sólo déjame terminar mi trago y vamos por el banco para hacer los trámites. Está bien. Bien, te quiero papá.
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