Hoy he sentido el maldito dolor en mis piernas mientras dormía. Si es que puede uno dormir con este tipo de maltratos que te obligan a optar por la medicina. Por Apolo y cualquier mierda que me haga volver a cuando no me atacaba el dolor. Otra vez el maldito dolor. Faltan algunos minutos para que amanezca, debo soportar un poco más.
Recuerdo que lo mismo le pasó a mi mamá, hasta que la operaron. Primero fueron las piernas, luego no caminar, luego el neurólogo. Por último, el inicio de una nueva forma de maldito dolor: el neurocirujano. Luego sales de la clínica como si fueras un inválido. Inválida, como le pasó a mi mamá. Y la familia se da cuenta que te han devuelto a otra persona, muy diferente a la que entregaste con desesperación porque aquí todo se hace a última hora, apuradito, a medias. Entonces te obligan a soportarla hasta que se muera. Así te deje su maldito dolor. Será un recuerdo, me dijo mi mamá dejando mis dudas aún más grises. Van a disculpar mi tristeza, es la única herencia que dejó, además del sobrepeso y el maldito dolor que hace latir mi cuerpo en estos momentos.
Me llamo Juan. Juanito antes de que me apodaran “plomito” (Juanito-plomito). Fue el maldito de Bocanegra quien me lo puso en el colegio. Por eso fue que lo empecé a odiar, lo miraba con ganas de reventarlo cada vez que empezaba juanito-plomito-el-más-gordito y los demás repetían hasta querer hacerme desaparecer.
Hubo una actuación por el día de la madre y la tutora nos había obligado a escribir algo y hacer un collage de papel crepé para entregárselos en la salida. Todos intentamos escribir algo bonito pero a muy pocos les salió. Pensé haber escrito algo adecuado para la mía, fue difícil escribirlo pero al fin quedé satisfecho imaginando la cara que pondría al leerlo. Cuando la tutora pasó revisión, quedó un rato observando la frase: “algún día dirás que te quisimos mamá”. Entonces corrigió, “porque como tú sólo hay una, feliz día mamá”.
Todos los collages quedaron bien y las mamás emocionadas. Algunos bailaron marinera y recitaron poesías como parte del homenaje para luego cerrar la fiesta con abrazos. Fue en el cierre de la actuación, cuando todos se acercaban a sus mamás para los besos por su día, que vi a Bocanegra triste. Él, que siempre había tenido una imagen de hombrecito macho, había perdido a su mamá aquel año. Eran tiempos donde el toque de queda se respetaba al pie de la letra y los Bocanegra, que vivían cerca del Ministerio de Guerra, nunca pensaron que su fiesta de aniversario de bodas sería una tragedia. Aquella madrugada, la señora había salido a despedir a los últimos invitados cuando la vieron desde la garita de seguridad “levantando el puño y lanzando vivas”, cuando dejaba la basura en la pista, entonces dispararon con suma puntería.
Estaba cabizbajo y se tapaba el rostro, aunque las lágrimas se rebalsaban delatando su entrega. Lo vi tan triste que me acerque hasta su lugar y esperé a que se tranquilice. Cuando me vio, dejé que empezara con la broma: juanito-plomito-el-más-gordito, juanito-plomito-el-más-gordito y yo sentí que el desquitársela conmigo lo mejoraba, porque mal que bien estaba sonriendo, lo estaba sanando.
Lo que más odio es mi gordura, pero me encanta cada animal muerto que acompaña mi plato, excita mi paladar, el pollo, el venado, el cuy con cola, todo, el pescado los mariscos conchas negras así me intoxique. Me ven pasar apretado en mis ropas con envidia, porque dicen que aquí en mi país estar gordo es una señal de solvencia. Mis papás apostaron por eso y me engordaron sin discreción. Parece que las familias se comparan unas a otras no sólo por lo que tienen, sino por cuán gordos están sus hijos. Ahora todos los días me dicen que el sobrepeso es poco sano y es mejor hacer deporte y comer todo bajo de colesterol porque a medida que uno se hace viejo las hernias acechan y empiezan los problemas ya que en este país hasta para morirse necesitas dinero. El dolor está causando fuertes odios en mí.
La otra vez nomás un camionero se llevó un puente de la avenida junto a la villa militar. Un camionero tipo asqueroso con el culo al aire, de esos que transportan cosas en sus móviles de más de cuatro metros de alto, se metió a una avenida cerca a la playa sin percatarse que había un letrero grande que prohibía el paso de vehículos de más de tres metros de altura. Y el muy imbécil se llevó de encuentro el puente peatonal que felizmente andaba vacío por la media mañana. Al camionero le pusieron una suerte de multa-penitencia por tirarse abajo el puente de cemento. La gente lo abucheó un rato antes de que prenda su motor y lleve su asquerosa panza de camionero por delante y su culo ventilado por detrás. Una cámara de TV lo quiso entrevistar pero el cerdo solo se limitó a decir que el anuncio no estaba visible. Entonces toda la gente se le fue encima porque pudieron haber niños e inocentes justo en el momento de su burrada, y además cómo iban, ahora, a andar sin el puente peatonal que permitía que los transeúntes no tengan que cruzar la pista sorteando autos deportivos que salen a toda hora del malecón y los prepotentes hijos de generales que se creen dueños de la patria. Del puente quedaban solamente las escaleras para subir y desde allí la reportera de TV hizo el llamado público al alcalde Miyashini para que se manifieste frente al accidente.
El alcalde era un chino que acababa de ser reelecto y tenía más o menos simpatía por el barrio, pues había sido vecino hasta hacía algunos años que se mudó por el malecón, junto al mar, pero volvía puntualmente a su antiguo hogar para cobrar la renta. Lo recuerdo muy bien porque una vez mi papá se cruzó con él en el barrio, felicitó al alcalde porque había inaugurando un complejo deportivo muy cerca, al cual habían puesto su nombre. Mientras le explicaba su interés por el deporte y la juventud de nuestro distrito, un tío que caminaba por ahí, ni bien lo vio, empezó a insultarlo Chino reconchatumadre, hijo de puta ladrón dictador... llévate tu cemento, maldito… político mal nacido… Pero el alcalde ni se inmutó en el asunto, solo esperó que pasaran los gritos para luego marcharse. Esa vez mi papá se acercó a mí y me dijo en confidencia, en política es difícil mantener a todos contentos, pero no le entendí el mensaje.
No pasaron muchos días cuando sucedió lo del camión y su cochino camionero panzón con medio culo al aire.
Por la tarde, un par de ciegos que salían agarrados de la mano de la escuela para invidentes, subieron las escaleras del puente sin saber absolutamente nada de lo que había pasado, se ayudaron uno al otro tocando todo lo del frente con sus manos, intentando reconocer entre su oscuridad el vacío al cual habían llegado. El primero que cayó murió al instante. A los días murió el otro ciego y el alcalde Miyashini salió en el noticiero diciendo con cara de pena que los fallecidos eran víctimas de la estupidez del camionero asqueroso que de seguro ya tenía un brevete nuevo con falsa identidad, que tenían en sus manos los pagos de los sepelios de ambos y que continuaban las investigaciones para dar con los responsables.
Yo soy Juanito plomito, esta es mi ciudad, así es mi alcalde y esta es mi desgracia por ser de aquí. Como dije, es imposible resistirse a las comidas que se hacen acá y estoy asumiendo todos los problemas que tengo por mi irresponsabilidad de convivir con el maldito dolor. Yo no sabía que iba a contradecir las palabras de mi papá. “Nunca claudiques, Juanito”, decía mientras despachaba desde su gran escritorio y le mencionaba a todo el mundo que su hijo Juanito sería el heredero del estudio. Cada vez que vuelvo a mi adolescencia lo recuerdo en su oficina, gritoneando a todo el mundo como si todo el mundo fuera de su pertenencia. Atendía llamadas a la vez mientras yo esperaba temeroso a que termine para pedirle dinero. Entonces hacía girar su sillón, dejaba caer el lapicero sobre el escritorio y me enseñaba los callos de sus manos, hijo, yo a tu edad, no solo ganaba mucho dinero… ¡Me quería comer el mundo entero!
Yo asentía obediente aunque mi mente no lograba entender el verdadero significado de lo que decía.
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