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Con mi primera guitarra eléctrica tocaba boleros, happy birthdays, rancheras de tres notas y uno que otro twist. Canciones que nunca lograba tocarlas en público, pues, cuando me miraban, surgía en mí tanto pánico que terminaba por hacerme temblar los dedos hasta desafinar.
Ya en el colegio, había gente que tocaba canciones enteras sin equivocarse ni una nota, por lo que mi afán por ser guitarrista se hizo un entrenamiento diario: subía al escenario (mi cama de plaza y media), prendía el tocacinta y le dedicaba el show al vacío de mi habitación. En esos conciertos imaginarios fui venciendo la inseguridad y mi sueño de ser estrella del rock se encaminó años después cuando Bocanegra me invitó a tocar con él.
La banda no tenía nombre ni había debutado en público, tampoco había hecho ni un sólo tema propio. Nomás había un baterista que tenía mas que un par de tambores y un charles que no funcionaba del todo bien. Siempre decía en los ensayos que su viejo le compraría una batería nueva si pasaba el curso de nivelación, pero repitió de año. El resto se completaba con la tapa de una olla y un bombo sin pedal, por lo que teníamos que improvisar los golpes a puntazo limpio, hasta que un día vimos por la tele un video de la Velvet, donde el bombo lo tocaban con la mano y se solucionó el problema del baterista. También había un rítmico que a pesar de tener la mejor guitarra, era a quien menos le interesaba el asunto de la banda. Solo asistía a los ensayos para demostrar que su guitarra era la más bonita de las tres que había. Todos teníamos que enchufar los instrumentos en el estéreo de la casa, por lo que terminó quemándose, cosa que al abuelo no le dio mucha gracia cuando se lo contamos. Algo parecido ocurrió ese mismo año pero en el colegio, cuando nos presentamos en la kermese como teloneros de los Caradehabas.
Aún así, el abuelo Bocanegra siguió prestándonos su jardín para ensayar y hasta llegó a comprarle a su nieto un amplificador a tubos. Por mi parte, sentí que la guitarra no me estaba dando oportunidades en la banda, había llegado un chico nuevo con mucha técnica y dedos firmes, que pasó directamente a ocupar la guitarra solista, y yo, sin mucho rencor contra nadie, me pasé al bajo.
Durante ese verano ensayamos en el jardín del doctor Bocanegra. Todas las tardes llegábamos para conectar todo y esperar la orden del abuelo. Las primeras veces, a las pacientes mayores les incomodó la bulla. Pero a medida que pasaban los días, el consultorio de ginecología que quedaba en el segundo piso, se fue acostumbrando a los alaridos de la banda. Con las semanas, los estruendos fueron convirtiéndose en pequeños momentos de buen rock. A veces con mucha suerte completábamos un tema.
Tocando el bajo tenía menos temor, porque las gruesas cuerdas me permitían tener cierto grado de precisión al ejecutar un acorde sin dejar mi tembladera de dedos.
Una vez, terminando el verano, el doctor Bocanegra llegó con pollo a la brasa para todos, habíamos estado ensayando por casi cuatro horas, entonces la comida se acabó al instante. El abuelo nos preguntaba por el tipo de música que hacíamos y que cuándo haríamos nuestro debut en los escenarios. Es grunge, nueva música, de los noventa, y él sonreía poniendo cara como si supiera de lo que hablábamos.
Deberían hacer música como la de mis tiempos -nos decía y nosotros tratábamos de no atorarnos de la risa-. Ese Caetano Veloso, Santana, no sé. Ellos hacen música. Ustedes están muy jóvenes para llegar a eso. Si no, miren a los Caradehabas.
Entonces, Bocanegra le dijo a su abuelo que ya no éramos tan jóvenes, que este año íbamos a cuarto de media y que se acercaba su cumpleaños, por lo que aprovechó la circunstancia para pedirle permiso y hacer una fiesta concierto en el patio. El abuelo aceptó.
Fue el último sábado de vacaciones. La banda estuvo puntual, un poco después del almuerzo, para repasar el repertorio y dejar los instrumentos listos para el concierto.
Por la tarde, sonó el timbre de la casa durante el ensayo. Como la puerta quedaba lejos, tuvimos que regirla para abrir, me tocó a mí. Era una pareja joven, el tipo fumaba un cigarrillo, pero lo tuvo que apagar porque el doctor había prohibido el humo en el consultorio. Cuando volví al jardín, Bocanegra me preguntó quién había entrado.
Es una pareja -le dije.
¿Una pareja? -me preguntó-. ¿Cómo era la chica?
No muy simpática -le dije-. No se dejó ver la cara, iba con su novio.
¿Él fumaba?
Sí.
Ahm, pujó Bocanegra hacia dentro. Es mi primo Juan, de seguro ha conseguido alguna paciente para mi abuelo. ¿La chica lloraba?
Sí.
Ahm, volvió a pujar, como entendiendo el asunto. A lo mejor estaba embarazada.
¿De tu primo?
Nooo, soltó incómodo. Ya te dije, seguro es una paciente que ha conseguido de algún lado.
¿Él también es ginecólogo?
Bocanegra se volvió a incomodar. Más que un simple ayudante. Consigue chicas y las trae con mi abuelo para...

Quise seguir indagando pero Bocanegra rompió mi curiosidad apresurando el ensayo. ¡Faltan tres horas para que llegue la gente y aún no le hemos puesto nombre a la banda!
¡Los travestis!, soltó el baterista. No, ¡Sombras! Menos, ¡Los dawns! Gritó alguien más. Luego saltaron un par de nombres más que no alcanzaron el quórum necesario hasta que nuevamente llegamos al silencio inicial. Bocanegra miró hacia el segundo piso y se dio cuenta que su primo nos estaba mirando desde la ventana.
Oye, primo –le gritó desde el patio-. ¿Qué nombre le pondrías a la banda?
El joven nos miró serio. Antes de responder, hizo ademanes perezosos, se rascó la cabeza, miró la hora, eructó, para luego soltar: Los Abortados.
El silencio reinó en el patio hasta que cayó la noche.

Como la gente no llegaba y las cervezas ya estaban heladas, abrimos algunas botellas para calmar los nervios del debut. Los invitados se fueron amontonando de a pocos, queriendo ver, en primicia, a la primera banda de rock de la secundaria. Y cuando hubo un lleno a tres cuartos en el patio, alguien por ahí soltó en voz alta que si íbamos a tocar o qué. El baterista se había pegado a una chica muy fácil que ya estaba aceptando ir a la oscuridad. El guitarrista había tomado más que un vaso de ron y estaba volando en fiebre. Yo, cuando encendí mi bajo, me di cuenta que no sentía mis dedos y tampoco reconocía las notas. Bocanegra, tambaleando en alcohol, cogió el micrófono y se animó: ¡damas y caballeros, con ustedes: Los Abortados!
La gente rompió en júbilo, unos con palmas y otros con chiflidos. La algarabía habrá durado unos minutos hasta que, antes del acople de guitarra que daba el inicio del primer tema de Los Abortados, se oyó desde el segundo piso un impresionante grito. ¡Nooo, mi hijo, nooo! Entonces el acople pudo más que el escándalo y se inició el concierto con “Me odio y me quiero morir… Me odio y me quiero morir… Me odio y me quiero morir… ¡Me odio y me quiero moriiir!”.

En las clases, todo el colegio comentaba el debut. Algunos decían lo máximo, otros más cautos, que les faltaba un poco más, si querían realmente ser buenos como los Caradehabas, y otros más, comentaban aquel grito parte del espectáculo.
Durante el colegio la banda siguió ensayando, siempre cayendo la tarde. Nos acostumbramos al primo en la ventana del segundo piso, esperando a que salgan las pacientes del consultorio para acompañarlas hasta la puerta, pues la mayoría de ellas salía cayéndose.
En las fiestas patrias fuimos invitados por las monjas del colegio a telonear a los Caradehabas, en la kermese donde se quemaron los equipos.
El último ensayo en la casa de Bocanegra fue cuando cayó del cielo una bolsa negra que fue a dar en el patio, justo mientras tocábamos nuestro éxito “Me odio y me quiero morir”. Cualquiera hubiera dicho que había caído un cuerpo humano, porque reventó el parqué y empezó a chorrear sangre. Era carne podrida con gusanos.
El primo bajó rápidamente y junto con Bocanegra fueron a contarle al abuelo. Luego tuvieron que recoger la maldición. Ningún integrante de Los Abortados intentó buscar una explicación al hecho.
Después de aquel incidente, el abuelo nos aconsejó que mejor sería que ensayemos en una sala de alquiler, pues, algunas de sus pacientes no soportaban la bulla que se hacía en la casa. Ninguno puso objeción al pedido, el susto había calado en el núcleo de Los Abortados y, al menos para quienes vimos caer aquella bolsa negra del cielo, entendimos que se trataba de algo más que una simple queja. Buscamos un lugar para ensayar y continuamos con la banda, pues, ante todo, queríamos ser roqueros.

Texto agregado el 21-11-2003, y leído por 254 visitantes. (0 votos)


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