Ardentina
Entonces te desalmaste y fuiste tuyo, te adentraste a lo oscuro de tu almohada, a lo impersonal de tu cuarto. Añorabas fumarte esa espera, para no morderte las uñas.
Tus recuerdos no se hicieron vagos, en cambio, hubo una gaviota libélula que sin volar, se posó en las pestañas que te extrañaban.
Recogiste tus brazos y te fuiste, no recuerdo si llorando o mascullando un miedo, pero solapadamente venciste tus ganas de voltear para poder tomar el tren lunar y quedarte debajo del puente de tus pies...
Recordaste que algún día miraste por ventanas con cerrojos, por argentinas calles que Lugones, Bioy y Julio te dibujaron la noche en que les lanzaste un ruego...
“Ponte a trabajar”, te decían casi todos, entonces recordabas que ya habías llorado mucho y comido poco, que quizá aletargar el espasmo te hacía más incontrolablemente humano, más controlablemente autómata... y ¿huiste? No, querías volver siempre. Eso no es huir. ¿Renunciaste? Puede ser, pero sólo porque la voz de un gato te hizo recordar que también fuiste niño y que también ahí sufriste.
Ahora, si me lo permites, déjame partir con la llave de tu maleta, para que sin cargarme puedas tirarme algún día, y para que después, mientras veas el amanecer dormido, me invoques en tu saliva y tu recuerdo no me toque.
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