La experiencia la he repetido innumerables veces pero jamás olvidaré esa noche de intenso frío y ese sentimiento de culpa que se niega a abandonarme a pesar de los años transcurridos.
Era cerca de medianoche y yo sentado en el sofá de mi casa leía extasiado una novela de Charles Dickens. No diré que la lumbre de la chimenea iluminaba las páginas creando figuras incandescentes que bailoteaban sobre las letras. Sonaría bonito pero sería falso porque lo que me abrigaba en ese momento era un humilde estufa a parafina, descendiente directa de los hornos con los cuales Hitler fundamentó su triste fama. Mi hermana, una muchacha muy desarrollada para sus quince años y a cuyo lado yo parecía un simple jilguero (tengo fotografías para corroborar esto), tiritaba a mi lado y trataba inútilmente de mitigar el frío, girando sobre la estufa como un satélite viviente. Cerca de la una dijo que se iba a dormir y yo asentí con muda complacencia ya que esa instancia me permitiría concentrarme mejor en la lectura. A mis diecisiete años, era un muchacho soñador, que se sumergía en los mundos irreales de las novelas y los vivía intensamente. Puedo jurar que los paisajes, las viviendas, las vestimentas y los rostros de dichas novelas imaginadas por mí, superaron con mucho a las superproducciones que luego vi en la TV, ese aparato que entrega todos sus contenidos como una papilla machacada y licuada para digerirla sin atragantamientos, lo que no la exime de las arcadas que podrían atribuirse a una rémora criteriosa de nuestra parte.
Cuando más concentrado estaba reconstruyendo personajes y situaciones, escuché la voz destemplada de mi hermana que clamaba desde su habitación. Digo habitación cuando lo correcto sería decir subdivisión ya que una cortina desgastada separaba su cama de la mía. Pensando que le pudiese haber ocurrido algo, corrí a la pieza, descorrí la tela y veo a mi congénere sentada en su lecho que no era otra cosa que un somier con patas. -¡Que diantre sucede aquí-,debí exclamar para que este relato se enriqueciese. En realidad lo que expresé fue un gruñido ininteligible que traducía con fidelidad mi gran molestia. -¡Hermanito! ¡Tengo mucho pero mucho frío! ¡Acuéstate conmigo por favor! Si no lo haces, me desvelaré y mañana debo ir a clases. ¡Por favor! Yo puse el grito en el cielo, que mi mamá, que mi papá, que la moral, que los vecinos, que no era correcto. Nada de estos argumentos sirvieron y finalmente terminé acostándome de malas ganas con esa pequeña consentida que de inmediato se acurrucó a mi lado, sofocándome del todo. Ya sea porque estaba nervioso o por que Charles Dickens continuaba rebotando en mi interior, no pude conciliar el sueño y sentía como mi hermanita roncaba suavemente junto a mi oreja. Yo trataba de alejarme de ella porque estaba un poco acalorado y ella, automáticamente se allegaba a mi, esa pugna, consciente de mi parte y refleja en ella, duró un par de horas. En uno de sus acercamientos, su pecho rozó mi hombro y entonces sentí que un fuego recorría mis entrañas. Fui yo el que se apretujó contra ella para sentir aquel contacto: creí desfallecer, una mezcla extraña de miedo, de ansiedad y de placer se apoderaron de mi insomne cuerpo. Temblando de angustia, de éxtasis y de otras denominaciones indescriptibles y sintiéndome el Cristóbal Colón de los descubridores noctámbulos, acerqué mi mano trémula a esa cosa dura que sentía en su pecho. Transpirando a raudales, a medio camino entre el pecado y la osadía, palpé primero con suavidad y luego mis dedos se transformaron en pinzas neuróticas que apretaron, reconocieron y sustrajeron.
Decía al principio que la experiencia la he repetido durante mi vida en innumerables ocasiones pero aquella fue la primera vez…
Sentado en la taza del baño, me devoré con placer salvaje ese sabroso chocolate artesanal que mi hermana atesoraba siempre lejos de mi alcance y que esa noche gracias al frío intenso, me permitió descubrirlo en el bolsillo superior de su blusa de dormir.
|