Mariana despertó temprano, como de costumbre. Tendida boca arriba, en su cabeza aturdida sintió la llegada del olor a café barato que de alguna manera se las ingenió para escapar de la angosta cocina. Cerró un momento los ojos y pudo ver a su madre, con el delantal de pequeños cuadros verdes y blancos que llevaba al menos una hora en ella, preparando el desayuno.
Suspiró y se obligó a levantarse. La falta de espacio en la casa la premiaba diariamente con la primera visión de la jornada, una hermosa visión: su pequeña hija. El padre de la niña jamás había contemplado aquella escena.
En minutos estuvo lista para salir al mundo a pelear por su gente. En partes desiguales dividió sus besos entre su hija y su madre, engulló el sentimiento de culpa y se fue a la calle.
Mariana prefería caminar los casi dos kilómetros que la separaban del centro de la ciudad. Bien sabía ella que cada centavo contaba. Una vez ahí tomaría el taxi colectivo que la llevaría al poblado donde trabaja como maestra de educación especial. Al andar, Mariana pensaba en cada uno de los niños con los que estaría durante la mañana, en lugar de estar con su hija, si bien a cada uno de ellos los quería. Le dio un mordisco a una manzana y rogó por que se portaran bien ese día.
Se portaron pésimo y la faringe le dolía, aunque un poco menos que la espalda. “Así sucede”, la animaba una compañera, “hay días malos y buenos; mañana será distinto, mañana será otro día”. Entre el bullicio de otras nueve maestras que al medio día tomaban con ella el mismo taxi de regreso a la ciudad, trataba de concentrarse en memorizar el nuevo menú del restaurante donde trabaja como mesera por las tardes. En voz baja repetía cada plato, describiendo con qué estaba preparado, cuántos gramos por porción e incluso la cantidad de calorías, pues nunca falta la señora que lo pregunta. Además, siendo una cadena nacional, les sujetaban a visitas aleatorias de supervisores bajo un sistema de consumidor simulado.
A la noche regresó a casa, con sus modestas propinas en la bolsa y los pies hechos polvo. Como si llegara a la meta después de una larga carrera, abrazó cuanto pudo a su hija, sin estar segura de quién de las dos se dormiría primero.
Nuevamente tendida boca arriba, Mariana cerró los ojos y suspiró al pensar que para ella mañana no sería otro día.
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