Llegó un día de invierno.
Me adentré en el subsuelo del mundo,
miles,
no,
millones de pupilas vieron -seguro- mi nerviosismo.
Tomé mis auriculares,
destino : mis orejas;
como viendo un film:
mi música de fondo, mi observar habitual, mi cerebro okupado e intriga.
Caminaba por inercia,
esquivarme debieron, no sé,
eterno viaje,
corto trayecto;
okupa - tú - que te instalaste en mí sin decir,
mi cerebro okupado,
mi razón irracional,
mis ojos dejaron mi observar habitual
y cayeron al suelo sin dejar de caminar.
Eterno viaje,
esquivarme debieron, no sé...
Dos paradas más,
interminable ansiedad;
Gran Vía, salida: c/ Fuencarral.
A punto estaba ya,
dejéme como flotar por escaleras autónomas,
dos minutos más
y cuatro escalones quietos y grises para llegar.
Me di un momento - lo justo para respirar -,
coloqué mis manos - de forma graciosa, dijiste -,
algo tenía que hacer con ellas, ¡eran un no parar!,
y pasado el momento comencé a cruzar el umbrál.
Un escalón...
Dos escalones...
Tres....
¡uff! - un suspiro angustioso - llegué.
“Bien, ¿y ahora qué?”, me dije para adentro,
miré rápidamente alrededor,
dos segundos bastáronme para divisarte,
clavé mi mirada en todo tu “yo”
y por un segundo,
quedéme muda, sorda, inmóvil y... pequeña
“que grande eres”,pensé.
Las 18:33,
Fuencarral,
unos “holas”
y seguidamente,
con tus frías manos en mi cara,
tatuaste una frase en mi recuerdo:
- ¡Eres de verdad!
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