Me cuenta que todo ocurría como aquella vez que acudió al Circo del Sol, la muchacha quedó fascinada por las escenas que allí vio, ese despliegue acústico-visual que la dejó fascinada, prácticamente cegada. La magia la envolvía haciendo que olvidase su propia realidad. Se veía a si misma en medio de aquel espectáculo irreal de luz y color manejando sus palos del diablo. Al principio el miedo a que algún elemento se escapase y le causase heridas la convertía en un ser torpe y ajeno a ese mundo, cuando empezó a relajarse y olvidar aquella primera vez que los palos se escaparon de sus manos, golpeándola casi sin piedad, se pudo ver a si misma subiendo rápidamente al trapecio, sintiendo de nuevo esa maravillosa sensación que da volar. Las luces de colores acompañaban esa música que se derramaba en escena. En ocasiones contadas sentía vértigo, sin embargo, _me contaba_ merecía la pena seguir, nunca faltaba quien sujetaba la red.
Así desde su interior contemplaba el espectáculo con un intenso brillo en los ojos, sin plantearse ni por un momento que aquello era solo un espectáculo, un juego. La muchacha me contaba que cuando vio que aquello comenzaba a terminar la curiosidad la hizo acudir a camerinos y fue allí donde vio aquello que según me dice la espantó: era la piel irritada de los payasos, las heridas en las manos de los trapecistas, los rostros agotados. Cuenta que escuchó como un malabarista decía a su niño que pronto podría estar con él, que le extrañaba, que fuera bueno. En esos momentos los aplausos que marcaban el fin del espectáculo acompasaban el ritmo de sus lágrimas.
Hoy la muchacha me cuenta que lo recuerda, que ha vuelto a suceder como aquella vez y tristemente sonrie susurrando que es bueno que al menos una de las partes se divierta, que al menos alguien lo pase bien.
Lo mejor que se puede hacer en estos casos, con permiso de Pierre, sería tomar un helado de azul, siempre y cuando, no se sepa ladrar.
Fin de la escena.
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