Me adentro en él, siento como el aire tibio envuelve mi cara, después mi pecho se va hundiendo y mi cuerpo comienza a tomar temperatura. Ese es el primer paso. Después esperar para luego seguir adentrándome mas y mas. Voy bajando, lentamente, mecánicamente. Otra vez espero, esta vez no mas de cinco minutos. Lo escucho llegar, se aproxima ruidoso y desafiante... a veces siento miedo.
Una vez su interior, me aferro fuertemente para no verme desparramada, para no sentirme sacudida. Comienza a tomar una velocidad incalculable y nadie parece inmutarse. Cientos de vidas, cientos de rumbos, pero en ese preciso momento es el mismo. Miradas perdidas entre la multitud, no se escuchan palabras, hay roces, muchos, a veces desagradables, pero no mas desagradables que las respiraciones de extraños, calientes en tu nuca o en tu oído.
Con cada movimiento, los cuerpos se pegan unos a otros, pasándose el sudor unos a otros, pero sin mirarse. De vez en cuando se oyen quejas: “me tocaste, respiraste en mi cara... me miraste”. A otros, simplemente no les importa, van sumergidos en sus impenetrables mundos, imposibles de imaginar. Rostros mostrando todo tipo de expresiones: miedos y alegrías, amores y desamores, estrés y calma. Todo puede coexistir en el mismo momento cuando se trata de estar ahí, atravesando el mismo oscuro túnel que nos transporta a todos simultáneamente.
Ese ruido que se asemeja al estremecedor tronar del cielo en noches de tormenta, el oscuro túnel, el misterio que circunda entre todos esos extraños rostros que me rodean, que me miran y me olfatean, que pretenden adivinarme con una simple mirada, el calor similar al del infierno... todo eso hace que día a día me repita a mi misma: “esta es la última vez que viajo en subte”.
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