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Siempre quise presenciar un choque, tan cerca que pudiera olfatear el tufo de la carne chamuscada, de la humareda confundida con la chatarra.
Diariamente albergaba esa esperanza cuando mi madre me levantaba para otro desquiciante viaje hacia la escuela, luego de la consabida revisión de que mi uniforme estuviera impecable, mis zapatos lustrados y mi pelo aplastado, continuaba la prisión del cinturón de seguridad en el asiento trasero, mi altura apenas permitía divisar sus cabezas; cuando empezaba el trayecto– un viaje de aproximadamente cuarenta minutos –olvidaban mi presencia y empezaban a discutir banalidades adultas.
Pegaba mis narices a la ventana, le pedía repetidas veces a Diosito que por piedad me concediera el deseo de que el accidente ocurriera aquel día, no importaba que la colisión fuera entre dos carros o dos autobuses, o un autobús y un carro, o un carro y una motocicleta, un carro contra otro carro contra un motor contra otro motor contra un autobús... no me preocupaban las combinaciones vehiculares siempre y cuando no estuviéramos envueltos nosotros, porque si bien es cierto que detestaba la escuela y sus horas tortuosas y que mis padres me mataban de cólicos con su aburrimiento tampoco podía prescindir de ellos, por lo menos hasta que cumpliera los dieciocho...
Cada día era una postalita de béisbol repetida, adherido al cristal palpaba la cercanía de otros vehículos que nos rebasaban como si se tratara de algún Grand Prix tercermundista– mi padre, fiel cumplidor de las leyes nunca excedía los treinta y cinco kilómetros por hora por más bocinazos recibidos– hasta los burros nos superaban en velocidad; cada mañana la misma avenida grotesca repleta de hoyos, y es que nuestro vecindario no contaba con otra ruta para llegar más rápido, estaba infestada de guaguas salvajes que competían desenfrenadamente por pasajeros, éstos se trepaban sobre los tejados para salvar sus vidas, los chóferes en su afán por completar el cupo subían las aceras barriendo todo lo que quedara por delante si a cambio algún transeúnte se montaba... motoristas sin cascos quienes se deleitaban rayando vehículos contiguos - especialmente del “año”- nunca se detenían en los semáforos rojos ni para agradecer la cortesía... perros despanzurrados que murieron tratando de cruzar la avenida, gatos muertos de igual manera con los ojazos brotados...basura que al derramarse embarraba los vidrios frontales...
Mientras mamá intentaba convencer a papá sobre las ventajas de mudarnos a un sector céntrico me preguntaba si ese día ocurriría el milagro de la satisfacción del morbo gracias al estruendo de una colisión, él solamente asentía y no la miraba porque de hacerlo atropellaría al siguiente agente de tránsito quien gustoso aguardaba por su mesada.

El recorrido finalizaba en la entrada de la escuela, mamá bajaba conmigo y se despedía con un beso deseándome una buena mañana y que me portara bien. Me dejaba en la entrada de la Dirección, debía esperar hasta que la encargada de primaria revisara mi apariencia.
Los meses pasaban idénticos, sin mayores urgencias que la cercanía de las vacaciones, mi expectativa era la de no reprobar ninguna materia para no caer en los cursos de recuperación del verano. Cuando despertaba elevaba mis plegarias al Santísimo, pero el muy desentendido nunca me complació, por lo menos mientras mantuve mi fe encandilada.
Finalmente ocurrió, fue durante aquella mañana de la entrega de las calificaciones finales, a pesar de que comenzarían a partir de las diez, mis padres se empeñaron en levantarme a las seis para estar allá a las ocho, discutían justificando el cambio de horario aparentemente porque en sus trabajos no eran muy benignos en cuanto a permisos personales se refiere.
Mamá me vistió con mi ropa dominguera: pantalones negros cuyos ruedos ya me quedaban en las pantorrillas, la camisa amarilla mangas largas, la misma con la que iba a las misas, peinado hacia atrás por su obsesión gardeliana, buscó la cámara y se aseguró que tuviera rollo.
Papá esperaba con el carro encendido, miraba ansiosamente el marcador de la gasolina.
El trayecto no vale la pena volverlo a describir, el caos era la costumbre y nada fue tan excitante como para hacernos saltar de los asientos.
Sin embargo, cuando llegamos a la intersección de la Av. Máximo Gómez con la Av. Ovando la marcha se empezó a detener casi hasta que papá apagó el motor, había un gran congestionamiento, la mayoría de los vehículos estaban vacíos y detenidos en firme, más adelante una turba presenciaba el cadáver de un hombre de treinta y tantos que según las versiones intentó cruzar la avenida cuando el semáforo cambió a amarillo, dicen que fue atropellado por una camioneta Ford de vidrios ahumados, su conductor prosiguió tranquilamente su camino y nadie se acordó de anotar la placa.
Murió no tanto por el choque en sí sino porque al caer se desnucó, sobre el pavimento rodaban decenas de panes que cargaba en una funda, algunos se mojaron por el agua de los contenes, vestía ropa de oficina, con una corbata a medio nudo. Por primera vez en la vida mis padres se integraron a una multitud –siempre me decían que eso era de muy mal gusto - mamá me agarraba fuertemente de una muñeca, papá iba detrás todavía inseguro de romper su molde, forcejeando logramos ubicarnos en el centro para contemplar el cadáver a plenitud.
Falleció con los ojos abiertos y azorados, desde donde reposaba parecía mirarme de forma recriminadora, me quedé observándolo con mayor intensidad, no era verdad que El iba a amedrentarme; lamenté que por los retardos de mis padres no estuvimos allí unos diez minutos antes, tiempo aproximado en el que ocurrió el accidente.
La gente continuaba aportando nuevas hipótesis, la mayoría descabelladas. Aguardaban por el médico legista quien levantaría al occiso.
No puedo confirmar qué emoción sentí, pero no fue de sobrecogimiento, de hecho Dios no me complació, solamente envió una señal retardada a una criatura descarriada.
No obstante, aquel día recibí mi castigo divino: reprobé las matemáticas, así que el verano estaría dedicado exclusivamente para repetirla. Cero bicicletas, cero campamentos, cero ataris, cero telecable, cero visitas.
Esa noche me desvelé, ignoro si fue por la decepción de perderme las vacaciones o por el vago recuerdo de cómo me miró aquel nuevo difunto.

Iván de Paula



Texto agregado el 21-11-2003, y leído por 293 visitantes. (0 votos)


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