Todo comenzó cuando yo tenía unos cuatro años. Todo el mundo de mi pequeña aldea de Bretaña decía que yo era muy inteligente para mi edad, que todas las cosas se me metían la cabeza y que la estaba llenando mucho más rápido que los demás niños.
A mí, escuchar estos comentarios me acongojaba. Yo no podía parar de aprender más y más y comencé a creer que mi cabeza comenzaría a crecer y crecer hasta que un día acabaría por explotar. Así que me quedaba en mi camita todo quieto, con los ojitos cerrados y algodones en los oídos y en la nariz. Pero aún así, mis piernas, mis brazos, mi propia espalda, mediante el tacto, mi único sentido que quedaba todavía semiliberado continuaba indagando en busca de nuevas cosas que aportar a mi cabeza.
Me miraba al espejo cada día y comprobaba como de forma imperceptible para los demás pero absolutamente certera para mí, mi cabeza se agrandaba poquito a poquito.
Así que al final tomé una decisión y de noche, aprovechando que mis padres dormían, me deslicé hasta el granero, sustraje el hacha de cortar leña y cual reina de corazones intenté decapitarme para evitar que mi cabeza creciera y acabara explotando. Muerto el perro, muerta la rabia, pensé yo, actuar que, hoy en día y bien mirado, desmentiría lo que decían mis congéneres sobre, mi entonces, presunta sobreinteligencia.
Asestarse un hachazo en el cuello de uno mismo no es cosa fácil, y menos cuando todavía no se tienen los cinco años cumplidos. Al doceavo golpe exitoso, y cercenadas ya las tres partes del cuello me pudo el agotamiento y el desvelo nocturno y me acabe durmiendo.
Desperté antes del alba y pude comprobar el estropicio que había causado en el granero de mis padres. Todo lleno de salpicaduras de sangre. Si descubrían ese desorden iban a dejarme más de tres meses sin golosinas y eso ningún niño, ni el más fuerte, lo puede resistir. Me afane, por tanto en limpiarlo todo hasta que nada se notó.
Pero quedaba lo de mi cuello. Mi papá no era muy observador pero mi mamá siempre lo revisaba todo y, claro un tajo de diez centímetros de hondo por veinte de ancho, a una persona que no se le escapaba el descubrir ni una de mis costras en las rodillas, seguro que no le pasaría desapercibido.
Necesitaba la ayuda de un adulto y como a esas horas todos dormían me dirigí hasta la casa del sastre, pues en el pueblo todos decían que él comenzaba a trabajar antes de que saliera el sol. La cabeza me bailaba, ladeada alegremente hacía el lado izquierdo, proporcionba a mis ojos una perspectiva del camino absolutamente diferente a la habitual.
El sastre, como todos los adultos, demostró ser demasiado cuadriculado. Se emperró en que él cosía telas y no carnes y que por lo tanto el cometido era ajeno a su oficio y no podía llevarlo a cabo. Desesperado, los minutos pasaban, mi madre se iba a levantar de un momento al otro, tuve una de mis dos únicas brillantes ideas de toda mi vida. Agarre un pedazo de tela de color magenta de una de las estanterías del taller del sastre, en ese momento no me percaté de lo importante que sería esa elección, y me envolví el cuello con ella, una y otra, vez a modo de vendaje. Al acabar le dije que me cosiera fuertemente la tela a mi cuello. No pudo negarse. Me preguntó al final si la cortaba ajustándola al cuello o dejaba un pedazo de tela colgando, ondeando al viento a modo de bufanda estandarte magenta. Le pregunté que qué se llevaba entonces y él, entendido en modas, me dijo que con el final de siglo se había puesto de moda, entre la creme de Paris los fulares largos así que acordamos no cortarla. Como no llevaba dinero le dejé a deber y hasta hoy le debo.
Mi madre notó el cambio, pero lo atribuyó a una de mis nacientes extravagancias y no me dijo nada. Durante el desayuno le comentó a papá “éste niño volará alto” y todo quedó así.
La verdad es que, supongo, que por la falta de riego sanguíneo la cabeza dejó de crecer a medida que yo seguía aprendiendo y mis miedos desaparecieron con la edad.
A los veinte años, ya mucho tiempo después de haber salido o escapado del cascarón materno, y en pleno apogeo de la Primera Guerra Mundial, encontrábame un sábado de marzo paseando por París bien pagado de mi mismo, armado con mi sempieterno fulard magenta cosido al cuello, que ahora, creía yo que, ya estaba muy demode.
De repente un borrachín gracioso que salía de una taberna para orinar en la calle comenzó a gritar al verme “el plebeyo magenta, el plebeyo magenta” y la broma se extendió y acabó con el paso de los días haciéndose popular no pudiendo yo caminar tranquilo sin que alguien me nombrara por ese horroroso nombre.
Sólo una vez, una persona, una amante con la que mantenía relaciones y estaba más que acostumbrada a verme en pelotas, aunque siempre ataviado con mi fulard, me preguntó porque siempre lo llevaba puesto. Cuando le contesté que era para mantener la cabeza sobre los hombros se río y ya nunca inquirió más.
Pasaron los meses y la guerra se encrudeció. De repente un día todo Paris amaneció exaltado, Von Richtofen y su flying circus, como le llamaban nuestros aliados ingleses, se disponía esa, misma mañana a llegar hasta nuestro Paris para ametrallar a toda su gente desde el aire. El pánico se apoderó de las calles, la gente gemía y se tiraba de los pelos con desespero. Los pilotos franceses habían huido porque enfrentarse al mítico e invencible “Barón Rojo” era buscar una muerte segura.
Yo me hubiera quedado en casa pero como necesitaba azúcar para el café tuve que salir a la calle. De repente la gente comenzó a murmurar “es el Plebeyo Magenta, él nos salvará”. Yo caminaba tranquilo, pensando que era chirigota, pero cada vez más gente se comenzaba a agolpar a mi alrededor, me daban palmadas en la espalda, las mujeres me besaban en las mejillas y llegó un momento en que un fornido hombre me alzo sobre sus hombros y en volandas y ante el griterío de todo París fui conducido hasta la pista de aterrizaje de los aeroplanos. Me supo mal quitarles la ilusión y la esperanza a tanta gente así que me dejé poner por un general o un comandante, que yo nunca he entendido del ejército, las gafas de aviador el casquete con orejeras y que me sentaran en el avión. Cuando se apartó todo el mundo para dejar que el mecánico pusiera en marcha la hélice, le pude preguntar “Oye, ¿y esto como vuela?”. El mecánico comprendió entonces que el “Plebeyo Magenta” no era un renombrado as de la aviación, sino tan sólo un pobre diablo del que todos esperaban un milagro. “Ya es demasiado tarde para bajarte”, “Lo se, pero dime como vuela, al menos” “Cuando el trasto haya agarrado velocidad tira la palanca para arriba, y que tengas suerte”. “Gracias”.
Hice lo que me dijeron y cuando vi que ya estaba bastante arriba dejé de tirar. Nadie me enseño a girar, así que me abstuve de hacer cosas raras con un aparato que no entendía.
Como la pista de despegue estaba directamente enfocada hacía el corazón bábaro, parecía que me dirigía directamente hacía el enemigo y la gente desde las calles de París primero, y después, desde los campos y aldeas me vitoreaban como un héroe cuando me veían pasar.
Lo del Barón Rojo resultó ser un bulo, pero como mi cacharro tenía combustible acabé cruzando la línea de frente, bajo los disparos asustadizos de los enemigos y sobre los gritos de júbilo de mis compatriotas que envalentonados por lo que creían una hazaña sin par salían de las trincheras y tomaban los puestos enemigos, continué volando sobre toda Alemania, violé varios tratados internacionales de neutralidad al seguir cruzando frontera tras frontera y al fin cuando el aeroplano comenzó a dar muestras de agotamiento, por lógica, tire de la palanca hacia afuera y acabé aterrizando en un lugar desconocido.
Me dejé las gafas y el casquete de cuero, me daban presencia, y definitivamente hacían juego con mi fulard. A los cinco días de estar parado en un inmenso campo de hierba y ya con un poco de hambre y sed se me acercaron unos tipos raros con ojos oblicuos que conducían un rebaño de cosas todavía más raras. No los entendía muy bien, en realidad no los entendía nada de nada, pero por gestos puede averiguar que me pedían cambiar el aeroplano por unos cuantos de los bichos raros. Negociamos el número y al final me quedé con seis de ellos. Se fueron con el resto de bichos y mi avión a cuestas.
Tras un día más de estar parado allí con mis seis bichos comencé a aburrirme. Ellos comían hierba, pero yo me moría de hambre. Por intentar romper un poco el hielo y hacer amistad le di una palmada a uno en el lomo e inmediatamente se puso a caminar y los otros cinco lo siguieron. Yo me fui con ellos. Llegamos hasta un río y allí se quedaron. Me quedé yo también.
Con el tiempo aprendí mucho de los yaks y de los mongoles. Comencé con el yogurt y la cosa me fue bien. Estaban agrios, pero es que los yaks son así. Mis yaks se reproducían sin parar y cada vez tenía y vendía más yogurt. Los mongoles son buena gente, nadie me molestó nunca ni por llevar el fulard magenta, ni por las gafas y el gorro de aviador.
El negocio creció y me hice próspero. Era feliz en mis estepas, pero por puro perfeccionismo estaba seguro de que mi yogurt estaría mucho mejor con un poquito de azúcar, para quitarles un poco esa agriedad. Indagué con los mongoles, pero ellos no tenían ni idea de lo que era el azúcar y mucho menos de dónde podría conseguirla. Yo sabía que en las pastelerías de París era bien fácil encontrarla, pero saber para dónde quedaba París.
Llegué a tener mil yaks, bueno, en realidad novecientos noventa y nueve porque había uno que se negaba a hacer de yak, y creyéndose gacela, caballo de carreras o atleta olímpico se pasaba el día entrenándose, corriendo de aquí para allí, y aleccionando a la manada, un poco con tácticas subversivas, para que se pusiera a correr a su lado y dejaran de dar leche agria. Cuando venían los lobos y fallaban los perros él era el que más corría con diferencia, e incluso se permitía rejonearlos de vez en cuando, causando la admiración del resto de sus compañeros, pero al final por un yak de mil que había, que se pudieran comer los lobos cada cinco o seis meses no provocaba, en los demás, las motivos suficientes para alterar su comportamiento milenario y ponerse ahora a galopar como corceles. Los corceles son corceles y los yaks son yaks.
Un día llegó una carta. Los alemanes amenazaban con quebrar la inquebrantable línea Maginot y como héroe de guerra y reservista me conminaban a regresar y volver a volar por Francia.
Me dolió que habiendo sabido siempre donde estaba nunca se hubieran dignado a venir a visitarme y decidí que no me volvería a subir en un avión y menos para defender una cosa tan tonta como una patria. Pero coño!!, se me ocurrió que siguiendo el rastro de la carta podría acabar regresando a París y así comprar el azúcar que tanto me hacía falta para endulzar mis yogures.
Como caminando tardaría muchísimo y no quería dejar el negocio solo tanto tiempo, decidí aprovechar las veleidades de mi yak corredor y subido a su lomo y galopando sin parar fui retrocediendo el camino de mi carta y preguntando de cartero en cartero hasta llegar a París. De verás que yo tan sólo pretendía comprar mis tres saquitos de azúcar y regresarme hasta la estepa pero el cabrón del yak se me endiosó, y cuando le ordené pararse delante de una pastelería, desobedeciéndome me enfiló a todo galope hacía los Campos Eliseos.
Un hombre sobre un yak, y además ataviado con fulard magenta, las gafas y el gorro de aviador, no pasa desapercibido. Los viejos primero y después el resto de París comenzaron a gritar “ El Plebeyo Magenta ha regresado, él nos salvara de los boches”. Otra vez la gente se arremolinó, las mujeres me besaron, esta vez incluso alguna se atrevió a hacerlo en la boca y mi yak galopador acabó adornado con decenas de guirnaldas de flores.
El aeroplano era diferente, hasta cabina cubierta tenía y todo. Que iba a hacer yo!!. Cuando agarró velocidad tire de la palanca hacia mí y otra vez me fui para arriba. Por mala suerte, ésta vez, la pista de despegue estaba orientada hacía el sur, en vez de hacía el este así que en vez de irme hacía los alemanes me fui dirección hacia el Mediterráneo. Ahora la gente me abucheaba al pasar, e incluso algunos intentaban derribarme a escopetazos por cobarde y traidor. Como explicarles que la culpa no era mía, que yo sólo me iba en la dirección en la que el avión estaba enfocado. Mientras me alejaba, lloraba por mis yaks y mis mongoles queridos que sabía que nunca más volvería a ver, y todo por tres sacos de azucar, por tres malditos sacos de azucar.
El avión se paro mucho más tarde, en un lugar lleno de arena por todas partes. Como la otra vez me dispuse a quedarme quieto y a esperar a que pasara alguien y me dijera para donde ir y que podía hacer.
Un amanecer, a los dos días se me apareció un niño rubio con un jersey a rayas y una bufanda larga que le ondeaba al viento de modo similar a mi fulard magenta, y me contó no se que de un planeta pequeño y una rosa. Me di cuenta enseguida de que el niño, bastante cabezudo, por cierto, también se había intentado cortar el cuello como yo para detener el cabezonamiento, pero que él seguramente se había pillado del todo la aorta y que se había quedado sin riego del todo. Le dije que me dejara en paz y se fue. Cuando regresó al siguiente día con la misma estúpida historia lo tuve que ahuyentar a pedradas.
Ya no volvió más, ni él ni nadie. A las cinco semanas de estar allí comencé a pensar que tal vez ya me hubiera muerto, pero como no tenía a nadie para cerciorarme no lo podía comprobar. A las siete semanas apareció un pequeño ratoncillo, que me comenzó a comer primero la entrepierna del pantalón y después continuó mordisqueándome los huevos. Como no sentía nada, ni desagradable ni gustoso, llegué a la conclusión de que definitivamente estaba muerto.
Estar muerto en el desierto no es nada malo. Por el día tomas el sol y por la noche miras las estrellas, eso al menos, hasta que te duran los globos oculares. Poco a poco la arena me fue cubriendo y ahora más o menos estoy bajo unos ocho metros de tierra.
Una vez muerto comienzas a darte cuenta de que para escuchar no hace para nada falta tener oídos ni para hablar tener boca. Aquí no se está nada sólo. Al ladito, seis metros más abajo y unos pocos a la derecha tengo a dos beduinos despistados y a su camello, y más hacía abajo puedes encontrar de todo, un zulú gruñón, un explorador español del siglo XV y entre capa y capa muchos más beduinos despistados.
Y a seis mil quinientos metros, guau!!! Hay un atlante que es la bomba, él si que explica unas historias buenas de morirse.
Vuestro, no soy yo que yo tengo cuello ,
Dolordebarriga |